domingo, 21 de diciembre de 2014

¡Qué mala es la culpa, copón!


Por la culpabilidad sentida en un pasado remoto, en mi presente hago cosas que la intentan mermar, pero no la calman ni la hacen desaparecer.

Si he de elegir el sabor del yogur, el coco no sería ni de los segundos, pero es ver un pack multi y me los como los primeros. ¿Por qué? Sencillo. Cuando tenía ocho años y cantaba en el Orfeón de este pueblo, nos llevaron un fin de semana a Tarragona, recuerdo nítidamente el bocadillo de chorizo Revilla y mortadela sin olivas, la manzana y el Yoplaít de coco que mi madre me preparó para el viaje. No me comí el yogur y convencida que se habría puesto malo por no estar en la nevera unas cuantas horas, lo tiré a una papelera. Esa culpabilidad que sentí al decirle a mi madre que me lo comí todo siendo mentira me arrastró a comerlos caducados, incluso de más de tres meses, durante el resto de mi vida hasta hoy, y a lanzarme a por los de coco como si no hubiera un mañana.



También me arrepiento muchas veces de haberme dejado llevar por las frases de los adultos: “Nena, tienes muchos trastos, tira cosas”, “Está roto, no sirve”,”Creo que ya has usado suficiente ese pantalón, tíralo y compra otro” o la dolorosa “Esa camiseta no vale ni para trapos”. Confieso que algunas veces por no escuchar más, lo lanzaba a la basura sin alegría ninguna, mucha pena y más culpa.

Me arrepiento mil veces de haber condenado al ostracismo a la primera, única adorada muñeca que me encantó: mi Nancy rubia, como lo era yo por aquellos días.

Cuentan las lenguas familiares que mi primera palabra fue esa: MUÑECA, dicho en argot pueril, o sea, KEKA (sí, con kas, que ya los punkis escribían aquello de Anarkía y cerveza fría mucho antes de que existieran los mensajes de texto). Pues bien, dicen  que solté el palabro estando sola (al menos eso creía yo) absorta por un anuncio de TV, y es curioso porque nunca he mostrado la más mínima gana de jugar con ellas, hasta que vi una Nancy de Famosa con todo un vestuario setentero magnífico y caí rendida. Cuando por fin me la regalaron un verano, fui la niña más feliz del mundo, aunque no tardara en darme cuenta que mientras yo tenía la muñeca y algún vestido, mis compañeras de cole tenían ya un arsenal de complementos, fondo de armario repleto, y todos los enseres posibles. Ellas, sin pestañear, lo tuvieron todo al isntante, con lo que me costó conseguir la mía. Pero pese a lo que pudiera parecer nunca sentí envidia de nadie, siempre fui una niña que se conformó y disfrutó lo que tuvo, nunca pidió nada, excepto aquel bate de baseball. (Ver entrada "Que otro muerda el polvo").

Esa primera muñeca se rompió un mal día mientras peinaba su melena, y lloré, como lloré cuando unos Reyes a mis hermanos les dejaron bajo el árbol una flamante estación de bomberos llena de clicks de Famobil mientras yo tuve que contentarme con una cocinita, que sí, ahora sería de lo más vintage pero entonces creí que trataban de decirme algo, y ese algo no era nada bueno. Como a mis hermanos les encantaba destrozarlo todo, y olvidaban muy pronto, pude jugar con los clicks en muchas ocasiones mientras descargaban su ira en mi cocina…hasta que el juego se desintegró presa de sus garras también.

Qué capacidad tenían mis "bros" para la hecatombe, el agravio y la demolición. Cualquier cosa se presentaba delante de sus ojos y ya se sentían en la obligación de abrir en canal, diseccionar y destrozar a su antojo. Cómo habrían disfrutado en clase de ciencias de haber nacido en los USA.

Mi muñeca se partió el cuello, su lado más débil; inspeccioné, vi sus componentes y no me gustó nada que llevara en su interior un muelle metálico sujeto a dos piezas plásticas rosadas con forma de gancho que no resistieron la tracción. Qué triste darte cuenta que no tenía arreglo, al menos yo no supe cómo hacerlo. La mantuve un tiempo partida en dos, pero no hubo milagros y los mayores que me rodeaban eran de “…esto ya no sirve, a tirarlo”.

Así que acabó en el cementerio de las muñecas, justo donde va a parar toda la basura del pueblo, ahí.

Me arrepiento de no haber sido más fuerte, de no haber luchado por ella, por una cura futura. Más tarde vino otra Nancy para sustituir a aquella, pero nunca fue lo mismo, y además también causó baja por el mismo motivo, se partió el cuello. Esta si la conservo, aunque en un arrebato tiré todos los vestidos que fui coleccionando de ambas, excepto el que llevaba puesto, claro, no iba a ser tan cruel de dejarla en pelota picada  en lo más crudo del crudo invierno en el que decidió romperse.

A veces pienso mucho en aquel  hospital de muñecas que había en una esquina mínima de la calle Caballeros en mi ciudad. Siempre que pasaba me decía —he de traerla a curar—, pero cerró sin que lo hiciera. Crees que las cosas van a estar siempre ahí y no es así. Nada es eterno. ¡Qué alguien vuelva a fabricar Tulicrem! Por eso me arrepiento de lo que no hago y que prefiero equivocarme mil veces, mil.

Ahora, si he de tirar algo, lo estudio mucho, y aun así, en ocasiones no hay consuelo que valga.








martes, 16 de diciembre de 2014

El extraño viaje


En las paradas de autobús pueden pasar miles de cosas, y un buen montón de ellas a la misma persona, en este caso a mí que soy la persona que más cerca tengo.

Lo mismo un día te estás dando el filete con un chico que te gusta, que pasas cien mirando cómo se lo dan los demás. Algunas ocasiones se dirigen a ti tipos que te ven moverte con los auriculares puestos, para preguntar qué estás escuchando que se te ve tan animada. El objetivo es tomar contacto visual. Unas veces contestas porque estás de buen rollo, otros te haces la sueca,…Sí, yo es que soy muy fan de todo lo nórdico, creo que se me nota en la mirada.

Ayer estuve apostada en una farola frente a un hospital cercano, hacía una rasca importante, dicho sea de paso. A mi espalda pasaron unos chicos en dirección al centro del pueblo, y antes de que pudiera reaccionar, ocurrió: me vino el aroma de un perfume masculino demasiado reconocible para mí. Lo aspiré profundamente al tiempo que cerraba los ojos y fue brutal, porque una vez más desaparecí del lugar en el que me encontraba. Ya no esperaba el bus, ni lloviznaba, ni siquiera era invierno; regresé a la casa de aquel muchacho con el que desde hace meses relaciono ese olor, y una calidez invadió mi cuerpo al estar a resguardo en aquella casa sesentera. Cuando me di cuenta de lo que me había pasado, fue, por un lado, fascinante, porque me encantan esos viajes extraños que vienen sin avisar, y ese aroma; y por otro, bastante triste. La desaparición de personas que me importan y que quiero en mi vida tiene ese efecto en mí.

Lo dicho, estuve en su casa por unos instantes esperando verle entrar en el salón, sentada en un rincón de su sofá, y aun permaneciendo con los ojos cerrados me puse a llorar lágrimas reales cuyo húmedo trazo me despertó a la intemperie. 

Con el intenso aroma todavía en mi nariz y mi cabeza, dije basta; eso es lo que los psicólogos dicen que has de hacer cuando una idea te ronda la cabeza demasiado, una de esas profundas y hasta dañinas que no te llevan a ningún sitio…miento, sí me llevan, pero no del modo que me gustaría.

He de practicar un poco más, a ver si cuando lo tenga controlado puedo quedarme en los lugares que visito más tiempo.

Me ocurren cosas inexplicables y sí, tengo ese defecto, el de querer sentirlo todo. Demasiada profundidad para estos malos tiempos de cachonda disfrazada de lírica o al revés. Porque da lo mismo, ¿no?



domingo, 14 de diciembre de 2014

Imagina


¿Cómo se aprende el significado de palabras como SOÑAR o IMAGINAR?

En qué momento de nuestra infancia, una profesora o alguno de nuestros padres nos dijo: “Imagina que…” y comprendimos perfectamente qué debíamos hacer. 
Debió ser a muy temprana edad porque es algo que los niños dominan a la perfección. Mucho antes de aprender a leer inventamos, nos contamos historias, verosímiles o no.

Pensaba en ello mientras el agua caliente caía sobre mí en la ducha. No recuerdo el primer día que fui consciente de inventar cualquier cosa en mi cabeza, y sin embargo, hace miles y miles de días que no hago otra cosa más que imaginar. Ocurre así, sin más, y sin esfuerzo.

A veces imagino con tanta nitidez que tengo experiencias sensoriales, como aquélla en la que escribí una carta a un hombre que amaba y estando en una terraza con un amigo tomando una cerveza abandoné por completo la conversación. No era mi intención, desde luego, pero algo externo me sacó fuera de la realidad; y, hasta pude notar como si ese hombre al que iba dirigida la carta, tras leerla, se hubiera acercado a mí y me hubiera agarrado de la mano atrayéndome hacia él. Pude sentir su abrazo intenso  y su beso, lo prometo.

Unas horas más tarde, mi amigo me preguntó si me pasaba algo, ya que en la terraza del bar me vio como  ausente. Y así fue, tan real. Por un instante, que no recuerdo cuánto duró, yo no estuve allí.

Me ocurre también cuando por las mañanas escuchando música no hablo con nadie ni en la parada del bus uno ni en la parada del bus dos, me mantengo en silencio para alargar la sensación de que todavía no me he levantado de la cama caliente, que sigo acurrucada entre las sábanas, que no estoy en la vida real.

Y pienso mucho, e imagino que desaparezco, que nadie me ve, excepto la luna cuando todavía se puede ver ahí arriba entre los altos edificios que surcan mi trayecto. Ella me habla, me observa, y aunque  me dice cosas que no son ciertas, en esos momentos me consuela porque es lo que realmente imagino que ocurrirá. Pensamientos mágicos que no me faltan.

Otras veces, suelo imaginar qué estaría haciendo si viviera frente al mar y no tuviera que trabajar, a qué sabría  el aire en un bosque, o tumbada en una hamaca con un libro en el regazo, sin relojes, sin tiempo. Cómo olería mi vida si estuviera en paz mi alma caótica y enferma.


Hoy he pensado en todo esto, y ni por un momento he dejado de soñar. 



domingo, 30 de noviembre de 2014

La importancia del tacto


Concentrada en la espiral que dibuja la cuchara en las gachas de avena mientras remuevo con lentitud el engrudo, y aspirando el aroma de la corteza del limón y la canela, embelesada. Mañana de domingo lluvioso en esta ciudad que a veces odio, y otras tantas amo.

Me he levantado de la cama con ganas de saborear la vida, y sí, aunque digan que no hay que supeditar nuestra felicidad a otra persona, tú me provocas ese efecto duradero. Despertar con tus caricias y tus besos, esa es la única medicina, mi transporte.
Ratos de juegos y de remoloneo bajo las sábanas, así me gustan los fines de semana. Impregnarme de ti cuanto pueda por si un día me faltas o tienes tanto trabajo que no pudieras ni rozar mi mano por el pasillo al cruzarnos por la casa.

La leche de soja vuelve a subir por tercera vez, deben estar listas. Mientras apago la vitro escucho el sonido de una puerta al abrirse…y apareces en la cocina todavía chorreando de la ducha. Me sonríes porque sabes que me vas a empapar con tu abrazo cálido y húmedo, con tu tacto de albornoz ligeramente áspero.

Abordas mi cuello con tu respiración a sabiendas que es algo que no puedo esquivar, me paraliza por completo el roce de tus labios, lo sabes bien; un gemido imperceptible sale de mi garganta.
Me giro para enfrentarme a ti y, sin dejar de besarte, deshago el nudo del cinturón que tienes atado a la cintura. Te acaricio la piel mojada.
Tocarte es lo único con lo que he soñado millones de veces. Las yemas de mis dedos, que nunca te olvidaron, recorriendo la piel de tu cintura, tu espalda. Sí, millones de veces.

Dejo caer mi albornoz al suelo y me sonríes; te atraigo hacia mí mientras me apoyas sobre la lavadora. No sabes el placer que me da notar que te excitas. Tus fuertes brazos me levantan al aire, no lo has olvidado, me encanta. Así te quiero, así te tengo. 

Credenciales de posesión, lo sé, no debería decirlo, pero así me posees, te poseo.
Unidos por el calor que desprenden nuestros cuerpos, con el aroma a gel  hidratante, nuestros sudores otra vez se mezclan en esta mañana infinita de besos con lengua y labio inferior.
Esa es la finalidad de todo esto, que me comas y comerte, a eso aspiro, ese es el objetivo al que me enfrento cada día a tu lado.

¡Muérdeme, muchacho! —grito mientras me embistes. Mis piernas te atraen hacia mí en ese patrón de idas y venidas diseñado sólo para amarnos.

¡Me gustas mucho!—dejas escapar mientras me llenas con tu orgasmo.

Es la primera vez que me lo dices y me sorprendo,…pero tú sigues a lo tuyo, y con tus dedos húmedos por la saliva de tu boca me acaricias suavemente, sin dejar de mover tu cintura. No necesito mucho para ofrecerte lo que me provocas.

Hay que volver a la ducha, sí, y las gachas no sé si resultarán comestibles…No importa. Nada importa ya, lo supe cuando me tocaste la primera vez, a ti te ha costado más darte cuenta.


Las palabras e incluso los hechos pueden mentir, el tacto jamás.


domingo, 23 de noviembre de 2014

Memoria selectiva


Es curioso, te pasas la vida mirando algo en lo que apenas reparas y, cuando te dan el cambiazo, ya no recuerdas cómo era lo que tus ojos llevaban observando años, décadas. Sin embargo, lo que ha sido fugaz y efímero lo recuerdas muy bien, es más, lo retienes como único frame estático, perdurable entre millones, sólo visible y tocable en tus sueños.

Si todo tiene un porqué, me pregunto por qué y para qué mil veces. Alguien que me lo explique con calma y con palabras que pueda entender, ya que lo que hoy me ha dicho un amigo: “no lo vas a olvidar nunca, no eres un robot”, no me convence ni tranquiliza en absoluto.

Días atrás, desde el bus, me di cuenta en el cambio drástico del cartel luminoso del bingo del pueblo de al lado. Lo han rejuvenecido como si quisieran atraer en masa a las hordas juveniles, smartphone en mano, dedos ágiles bailando sobre el teclado y campo de visión muy corto, con menú económico y consumición para una noche irrepetible,...hasta la próxima. 

En el rótulo han usado colores vibrantes en un fondo blanco sin mácula, y la mezcla de varios tipos de letra o fuentes lo que le da un aspecto contrario a ese sabor rancio de antaño de cubatas y tabaco, moqueta oscura donde cualquier mancha sobre mancha pasaba  desapercibida, del olor acre del humo de todo lo que se fumaba allí dentro y el soniquete cutre de las bolas en el bombo como fondo a cualquier miseria dejada en la calle, de los que entraban allí con ánimo de lucro y otras cosas.

Todo eran suposiciones mías, ya que sólo entré una vez una mañana con una de las chicas mayores del cole que trabajaba los fines de semana en ese antro que las niñas mirábamos con curiosidad por su halo misterioso y prohibitivo en aquellos lejanos años 70. Ese lugar se nos mostraba como un gran reservado  oscuro  y vicioso donde corría el alcohol, el juego, y hasta la perversión y el sexo que desconocíamos por completo.

De mayor nunca he entrado en un bingo, ¿lo podéis creer? No me seducen, sé que no me pierdo gran cosa…o lo mismo estoy perdiendo ganar mucha pasta, ¿quién sabe?

Ya lo he dicho antes, me he pasado años viendo esa gran caja de luz que cubre la esquina  y las fachadas que dan a ambas calles, y ahora no puedo asegurar que fuese de fondo negro con las letras BINGO muy gruesas y en blanco. Lo he olvidado por completo, y eso que fue ayer cuando lo cambiaron. 

Mas olvidar este tipo de cosas no me afecta, me preocupa más recordar otras, me obsesiono, pienso demasiado, y no dejo de preguntarme por qué, por qué, y sobre todo, para qué.







martes, 4 de noviembre de 2014

En construcción


De niña pasaba los veranos en Lorca, mi pueblo. Un taxi solía recogernos a mis hermanos y a mí haciendo un largo viaje que se convertía en emocionante a partir del término municipal de Fuente la Higuera. Esa fue siempre, para mí, la frontera que separaba mi vida habitual y rutinaria de lo que estaba por pasar, lo inesperado de las vacaciones veraniegas. Doy gracias por haber disfrutado de aquellos largos meses tirada por los campos de Tercia, en la Vereda de La Palma, en la casa de mis abuelos maternos donde nací.

Mis pequeñas manos juntas en el filo de la ventanilla del coche, mi barbilla apoyada en ellas, expectante, con la mirada azul atenta. 

Sabía que faltaba poco para llegar a mi pueblo cuando, fugazmente, pasábamos frente a unos soldados apostados a las puertas de un cuartel, inmóviles bajo el siempre asfixiante calor del verano. En alguna ocasión en la que el conductor aminoraba la marcha, hasta podía ver las caras de esos hombres, (entonces me lo parecían, y a medida que yo crecía, ellos eran cada vez más jóvenes) incluso más de uno me guiñó un ojo desde su firmeza al verme pasar. Ese hecho hizo que pensara que todos los soldados me pertenecían. Cosas de niña.

Tras el acuartelamiento de Jabalí Nuevo, casas al borde de la carretera principal, más campos y huertas junto a casas de placetas emparradas, redes de acequias que transportaban agua sin vacilar y sin medida a los pies de montes cercanos, secos y con su peculiar pátina polvorienta que los difuminaba en el horizonte…y el aroma inconfundible de los purines de los cerdos en las "marraneras" de los parroquianos que me anticipaba la entrada a mi destino. (Nunca me molestó ese olor pese a mi olfato delicado).

El 31 de julio regresé a la Ciudad del Sol por la que no me había dejado caer desde años antes del terremoto. Iba con el nerviosismo previo del viaje del que nunca me puedo deshacer, con el dolor por los ausentes, y con el miedo a derrumbarme cuando alguien me preguntara ¿Cómo estás? por el momento personal que estaba pasando esos días,... que andaba hecha una mierda, vaya.

Pero como siempre es una alegría inmensa ver a tu gente contenta y saludable, el reencuentro con mi familia materna fue un momento feliz, y tras comer todos juntos, en la tarde larga que sesteaba,  me di una ducha y decidí pasear a solas por la ciudad, por las calles que me gustan. Otro reencuentro que tenía pendiente.

Y ahí estábamos, la ciudad y yo, ambas en construcción.

Ver la mayor parte del patrimonio destrozado me recordaba que el paso del tiempo es imparable, algo que jamás podremos controlar. Calles enteras cuyas viviendas de cien años cayeron al suelo o sujetas fachadas con grandes garras de hierro que dejan ver el interior de lo que una vez fueron viviendas, que miro con cierto reparo, como si me inmiscuyera donde no me llaman.













Carteles de seguridad de obra por todas partes, andamios, grúas, muros seccionados, grietas y polvo. Saludé cada esquina, cada tramo de calle o avenida, mientras me dolía la ausencia definitiva.

Disfruté en soledad sólo esos instantes donde me permití la melancolía, luego ya fue todo comidas, reencuentros agradables con buena gente, mucho cariño, más comidas, cervezas y helados.



Arañazos profundos de un gato que de un salto quedó enganchado a mi pierna desnuda como si portara un piolet y lo hubiera clavado en la montaña de mi muslo. 

Paseos en familia por el Pantano de Puentes y el Acueducto de los diecisiete arcos, y lo que más disfruté sin duda: baños al sol con los hijos de mis primos y mis sobrinas entre las risas por globos de agua que explotan en la cara y con una manguera como único artilugio moderno, igual que hacía en aquellos veranos que se fueron.

Durante esos momentos fui niña otra vez. Está bien poder serlo de vez en cuando.






sábado, 1 de noviembre de 2014

Primera temporada


La medicina como experimento  y aprendizaje continuo, como espectáculo. Magos de bata blanca retransmitiendo en directo en quirófanos como aularios, juegos de manos hábiles que terminan en fracaso muchas veces. 

Quirófanos donde demostrar maestría no falta de egocentrismo, envidia o rabia. El deseo de gloria más que pensar en los pacientes. Obsesión. Enseñanzas gore a ritmo de mínimos acordes de Cliff Martínez que unen a la perfección (en mi opinión) lo contemporáneo con el New York de 1900.

Estratos sociales bien delimitados: barrios sucios e impenetrables sin miedo, barrios altos y limpios donde la corrupción de blanco guante brilla a la luz del día. Adicciones a drogas que se tienen a mano, al sexo prohibido, a los viajes placenteros y al olvido, al dinero y a la podredumbre.

La oscuridad y el subterfugio como forma de ayuda humanitaria, hambre y sed de saber, manos ensangrentadas sujetando vísceras de vidas que se escapan; mentira, apariencia, fobias.

Progreso, nuevos artilugios que cambian el ritmo de los días, renovación científica, pruebas que triunfan o errores que matan, querer ir más allá. 

Amores que renuncian. Sexo sin complejos. Brutalidad callejera, levantamientos de odio. Bicicleta azul y deseo. Tú vales y ese otro no. Tu lugar es ese rincón oscuro y el mío el de los focos.

La locura, la sordidez, la muerte…la vida.


The Knick, de Steven Soderbergh




martes, 28 de octubre de 2014

"Micros" de sábado


Ya sabéis cómo funciona esto de los microrrelatos en cadena, la última frase del micro ganador de la semana sirve como principio de los micro de la siguiente y así. Al principio la frase no me decía nada, pero fue ponerme y salieron dos. De dónde salieron no lo sé, porque a veces me resulta imposible poder escribir algo. Falta de confianza, supongo, inseguridad.

Un buen comienzo
El muñeco fue el primero en cerrar los ojos, eso es lo último que he podido ver antes de que todo se vuelva tan oscuro y frío. Siento el gélido abrazo de la dejadez, una quietud inmensa.
Un momento, ¿qué veo?
La suave onda de arena iluminada por la luz cálida del verano, una leve brisa mueve mi cabello y dejo caer el pañuelo aferrado a mi mano. Despojada de lo material, respiro el aroma de mar, y una soledad amable me inunda. Al fondo, la casa de madera espera ser habitada. Mi media eternidad dentro de los cuadro de Hopper comienza ahora. No temo haber muerto.

Suicidio colectivo

El muñeco fue el primero en cerrar los ojos, el camioncito de bomberos cerró sus puertas después, y avanzó chocando contra la pared en estruendo plástico, las canicas tumbaron el bote donde estaban recluidas y se desparramaron por toda la estancia con ritmo cristalino. El parchís, con sus colores desvaídos por el uso, quebró el cristal que lo protegía del juego. Los cuentos se dejaron caer de la estantería donde descansaban en formación aleatoria, la peonza enrolló con fuerza el cordón rojizo a su cuerpo y la pelota de reglamento dejó escapar todo el aire de su pulmón esférico. Sólo un objeto de ese tiempo permaneció inalterable, yo.


Muerte, suicidio,...surgieron así.



domingo, 26 de octubre de 2014

En contra

Rumble fish, 1983 - Francis Ford Coppola

Si el cambio de horario no se produjese, todo sería un caos, la hecatombe.

En las oficinas los servidores no funcionarían, las líneas de producción de las fábricas se paralizarían, los chavales quedarían mirando los componentes horrorizados sin saber qué hacer; no habría hora de almuerzo ni de comida pues la sirena no se inmutaría. Los niños no nacerían, ni las citas médicas avanzarían. Sería el fin de la enfermedad. Nadie moriría. 

Las setas en los bosques no asomarían espectaculares ni las hojas de los árboles mostrarían sus matices otoñales. La tierra no giraría sobre su eje ni alrededor del sol, incluso éste ya no volvería a brillar con su fuerza. Abriríamos un grifo y no saldría agua, los riachuelos congelarían su cauce como en una fotografía. Los peces se suicidarían en masa sacando su cabeza del agua para siempre, quedando en flotación unísona.

Los despertadores no sonarían atronadores en mitad del sueño (para los que lo tienen). Los insomnes dormiríamos plácidamente al fin. Cuándo comer, cuándo ir al gimnasio, o a clase. Los profesores harían pellas, campana o se la pelarían sin más.

Las manifestaciones serían ecos de pasados reivindicativos, la gente no tendría ganas de protestar porque no habría nada de lo que quejarse. No existirían políticos y por lo tanto nada de corruptelas ni gilipolleces, recortes absurdos que dañan a la población y sólo beneficia a la gente que sustenta poder de algún tipo. Todos seríamos iguales.

Los cajeros no darían dinero, porque ya no se necesitaría la pasta ya que lo de comprar quedaría obsoleto, de la temporada pasada. 

La fruta colgaría indemne en las ramas que las sustentan, sin inmutarse. Los aeropuertos quedarían para paseos de los parroquianos, no se viajaría. Todo, absolutamente todo, quedaría a merced de no se sabe qué tradición omnipotente. 

Esto sería el caos, la ceguera de Saramago, el fin de todos los fines si no se retrasara la hora en esta estación de castañas y calabazas.

Pero como nada de esto va a suceder, suplico que nadie intente explicarme por enésima vez lo del aprovechamiento de luz ni zarandangas de esa calaña, porque llevo años viendo su inutilidad.

Estoy muy en contra, hasta el infinito.

Sería maravilloso que no hiciéramos caso, que nos plantáramos en silencio. Que la vida continuara tal cual como en verano…ya los astros hacen su trabajo; así no llegaría yo a casa con noche cerrada y saldría de ella también a oscuras. 

No es beneficioso para nadie más que para las eléctricas, porque yo enciendo la luz varias horas antes de lo que lo suelo hacer en primavera-verano. O eso, y hago cosas, o me meto en la cama y no les doy el gusto. Aunque esto no me curaría de mis insomnes noches, me temo.


En contra un año más.


A Mercedes, Julia, Sonia, y a todas aquellas amistades que piensan que lo del cambio horario es más que un mierder.


miércoles, 15 de octubre de 2014

Un punto incómodo


Existe un punto en mi cuerpo que me pica insistentemente. Está situado entre mi hernia cervical y la siguiente vértebra sana hacia abajo, desplazado un poco a la derecha (mal).

Me lo imagino disfrazado de lunar precioso y perfecto, como tantos otros que tengo dispersos por mi mapa corporal, pero mis ojos no alcanzan su posición correcta ni mirando ayudada de un retrovisor casero. Así que me conformo con esa estampa ficticia. Sin embargo, todas las etiquetas de mis camisetas y de algún suéter de invierno lo encuentran, son más hábiles que yo. Lo acarician, rozan, lo acuchillan, se clavan en el mismo centro neurálgico, y empieza la fiesta molesta, esa que sufres desde la ventana de enfrente cuando ni siquiera has sido invitada.

A veces, el picor llega a extremos de dolor y este perdura incluso cuando ya hace rato que me he desnudado y nada lo toca. (Tocar: un verbo que se ha convertido en metáfora deseable, y al parecer,  poco probable).

6:04 Dispuesta a salir de casa he tenido que quitarme la camiseta con movimiento rápido y eficaz, y armada de tijera, proceder a la disección del sobrante incómodo, agujereándola de paso, claro. ¡Fatal!

6:45 - 18° en la ciudad. En el bus de al lado, un hombre dormita con la boca abierta. Suenan The Honey Trees en mi reproductor y muevo mis manos al compás, dibujando ondas suaves, amago de baile mientras espero el verde del semáforo.

El picor no cesa y mi mente se va hasta la cama de un hospital en un episodio de House en el que el ácido y atractivo doctor no da con la causa de la enfermedad que acaba matando a una chica. Más tarde, mientras la preparan, descubren un ínfimo punto en su espalda, el que desencadenó todo. Una señal donde cada día rozaba el sujetador. Sólo eso, tan elemental, tan insignificante, y así, desapareces sin más. ¿Por qué pienso en estas cosas a estas horas?

6:50 Paseo por las calles todavía nocturnas; un anuncio de centro comercial dice “Adoro el invierno”. La media luna mira desde lo más alto. ¡Qué pequeña soy y qué infinita me siento!
Los jardines del museo del sevillano Vázquez Consuegra están totalmente a oscuras y en calma. No niños ni adolescentes, no perros meando en sus zonas verdes.

Me pica y rasco el puntazo. Pese al madrugón diario disfruto de estos veinte minutos de paseo mientras hago tiempo para mi transbordo, me cruzo con muy pocos. Hoy he dado tregua a Wallander y escribo esto con letra que luego me costará descifrar.

7:10 En marcha a la faena. Por un momento y por el balanceo del autobús, me quedo traspuesta pensando en mis cosas, o en ti quizás, pero una señora cierra de golpe la ventana que hay sobre mí, y me jode el sueño. La verdad, no son formas. Y la brusca interrupción me hace pensar que se aproxima el cambio de hora que más detesto y menos entiendo, y que tendré que hacer algo para tomarme la llegada del invierno de manera más positiva. Sí, seguro que habrá momentos chulos.

7:40 Todavía no clarea el día. Pensaré en una habitación que se me haga interminable contigo.

Ahora, a dar los buenos días a mis compañeros. 


viernes, 10 de octubre de 2014

Una cosa me lleva a la otra, la película

Los príncipes valientes de Javier Pérez Andújar

    Tiempo de cambios los años setenta en nuestro país, algunos impensables entonces, pero siempre hemos contado con príncipes valientes cerca de nosotros para iluminar los oscuros momentos; nuestros abuelos, padres y madres que con pequeños logros diarios nos dieron una vida algo mejor que las suyas, un punto de apoyo para recibir las novedades. El silencio seguía vigente como el convidado de piedra, siempre latente, en nuestras cenas… mas el miedo no dejaba callado al buscador de igualdad y justicia.

    El niño de la historia, hoy hecho hombre, toma la decisión temprana de ser escritor y va a utilizar todo lo que se ha dispuesto frente a él para llevar a cabo esa misión. Entre tebeos, novelas y teleseries, él y su amigo Ruíz de Hita vivirán los mejores e inolvidables momentos de los últimos días de infancia, ese paso hacia la adolescencia, duro en cualquier caso, que queda grabado a fuego en nuestra alma.

    En su casa no hay estanterías con libros, sin embargo, se empapará de historias reales en la cocina, por su madre,  a la manera tradicional de leer para la gente que no sabe hacerlo, contando con su voz la historia familiar, o con su tío, hombre de campo reconvertido en pícaro industrial.

    En el extrarradio de Barcelona las torres de Alta Tensión se convierten en  la “X” de los mapas del tesoro; la playa o la ribera del río, que ya lleva aguas bastante perjudicadas, son lugares donde soñar y compartir lecturas, donde creerse en una novela de Julio Verne o comentar la última investigación de Colombo. Domingos de palomitas frente al televisor y de quinielas. Profesores que te embaucan con sus formas de enseñar la geografía y la toponimia de la península utilizando la vuelta ciclista a España, como si de una gesta heroica se tratara, -y lo era, en mis recuerdos están los “maillot” de Bic y esos hombres montados en su bici realizando duros y largos trayectos por esos caminos. Yo también aprendí así nombres de montañas y pueblos- un moderno Cid Campeador.

    Descubrir que la palabra no sólo es la escrita, existe en las voces que cuentan, en los silencios, en los ojos oscuros y fijos de su abuela, en los monos azules de la fábrica y en el gesto con la mano del adiós…Todo eso y más es leer.


    Recordar de dónde vienes es dignificar tus orígenes. Javier Pérez Andujar lo hace con este nostálgico escrito, reverenciando así el descubrimiento de la literatura.

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Estos días me estoy acordando mucho de los míos, y de los vuestros. De todos los que, de una forma u otra, lucharon para darnos una vida mucho mejor, de los que consiguieron con esfuerzo derechos importantes para el resto de nosotros. Y por más que me pregunto cómo tanta gente ha sido capaz de votar a esta gentuza mediocre y nefasta que dice gobernar, no encuentro una respuesta del todo satisfactoria...porque es algo que nunca entenderé: son nulos, mentirosos, mangantes, incapaces, no saben gestionar ni el retrete donde viven. 
Y esto tiene que estallar, no sé cómo ni en qué momento, pero algo ha de suceder. Que para elegir delincuentes prefiero El Vaquilla o El torete veinte millones de veces. 

Creen que el voto les da potestad para ejercer sus mierdas de cualquier manera, y no es así, se ríen de nosotros y lo permitimos, y me quiero quejar. Multan cuando no callas, multan cuando reivindicas un derecho o defiendes a personas en situaciones límite. Se olvidan que el voto no les da derecho de pernada, no pueden jodernos más con sus justificaciones banales e imbéciles. Me da igual que se presenten en un Hospital para hacerse una linda foto con bolsa de plástico en la cabeza. No saben nada de nada, y si tuvieran un poco de honradez u honor, eso que tanto reclaman, se largarían todos, uno detrás de otra. 
Porque es lo único sin violencia que se me ocurre, que se vayan un poco a la mierda ya. 


viernes, 3 de octubre de 2014

Hoy


Soy tan crédula que algunos días hasta estoy segura de vivir en paz, mi mente finge bien y con la aparente relajación de la que ha olvidado y pasa de todo puedo recordarte sin dolor. Ni mis labios te necesitan ni mis manos tocarte quieren.

Pero no me hace falta más que un simple gesto, una imagen tuya en algún momento concreto, un aroma, un acento escuchado donde sea, y tu recuerdo me pinza el estómago y me estruja por dentro removiéndome con regodeo. Por pequeño y efímero que sea ese detalle me hace darme cuenta que mi calma es la calma de hallarme justo en el centro de un tornado: quietud, sosiego y sensorialmente alucinante, pero a sabiendas que lo que viene tras ella destroza brutalmente cualquier cosa por robusta que esta sea, y que, por desgracia, no tengo chapines rojos que al chocarlos me devuelvan a Kansas como si nada hubiera pasado. 

Y mi sentimiento, que no sé de qué demonios está hecho, es tan jodidamente sólido que sigue ahí tras el desastre. Por mucho que repita “sueño, sueño quédate; pesadilla, pesadilla vete”, nada me hace olvidarte por completo. Y te busco en la cara de la gente pero no te encuentro.

¿Qué me has dado? Tan solo cuatro ratos, unas cuantas conversaciones, risas, y algunos de los mejores besos. ¿Y entonces? ¿Acaso en tu saliva dulce me traspasaste un filtro letal? Todavía no tengo explicación pero debe ser algo de eso.

Así que, pueril, juego a imaginarte en las circunstancias más desafortunadas para que la sensación de hombre que creí ver en ti se esfume; para repetirme una y otra vez que no merece la pena ni un solo instante de tristeza por algo que nunca fuiste para mí, que no mereces okupar un segundo más mi cabeza. Te pienso en el váter, echando la pota tras unas horas de juerga, con las uñas sucias, con saliva blanca asomando por la comisura de los labios, oliendo fatal, otra vez en el váter, gritando a tus subordinados, equivocándote en algo gordo, no sabiendo muchas cosas, con aliento de dragón, tirándote un pedo, perdiendo el control, sin máscara de protección, desnudo. 

Te imagino con tu absoluta frialdad.

Ni por esas. 


domingo, 28 de septiembre de 2014

Secuencias que me fascinan II


He elegido esta escena, primero porque es un plano secuencia y ya sabéis que me enamoran, y segundo, porque al verla aislada del resto nos hace creer que es una película cómica, agradable y muy divertida. La veo una y otra vez cuando ando baja. Los adoro a los tres, pero el juez es mi debilidad en esta secuencia.




El secreto de sus ojos es una película maravillosa de Juan José Campanella. Al verla completa te das cuenta de cómo el director da prioridad a la realidad y la rellena de conflicto y ritmo. Vidas como la tuya o la mía, anónimas, thriller, humor, drama y toda clase de amor, del callado, el brutal...También hay mucho miedo: a la supervivencia, a la equivocación, a la soledad, a no atreverse. (Inciso) El miedo lo paraliza todo. Hay que equivocar el camino si es necesario, no debemos dejar de andar. Arriesguémonos siempre.

Dicen que lo que quiera que sientas o seas se transmite a través de los ojos, hay que buscar esa mirada y hallaremos su secreto. Como contaba en Plenilunio Antonio Muñoz Molina, hay que mirar a los ojos pues ellos te dirán la verdad. Y si algo tiene esta película es verdad. Sin un buen guión y unos buenos y creíbles actores, no tenemos nada, y esta cinta conmueve, trastoca desde el principio. Hay un punto que flojea, pero luego remonta con ese sorprendente final. Se dicen cosas tan ciertas en El secreto de tus ojos que asustan y emocionan.

Campanella mezcla a la perfección el sentido del humor y el contenido dramático. En esta secuencia disfrutamos mucho de lo primero. Ese juez interpretado por Mario Alarcón que comienza su monólogo de espaldas y se va girando lentamente mientras pronuncia con deleite “… usted se caga en la orden que yo le di” entonces comienza su caminar por la estancia con su porte envarado, tieso, sintiendo la rigidez corpórea de  su cargo, y entran en plano el resto de personajes, una pareja cómica formada por Ricardo Darín y Guillermo Francella, callados y temerosos como niños  reñidos por su profesor, en algún momento parece que uno de ellos va a echarse a reír o que gesticula creyéndose fuera de cámara, por lo general aguantan bien el tipo. Y ella, Irene (Soledad Villamil) convidada de piedra en toda esta bronca del juez a sus subalternos, observadora estoica un tanto mosqueada por lo que ha pasado.

Lo que me encanta es que cuando el juez deletrea el apellido Espósito, justo cuando calla en el  “si” se escucha claramente el tic tac duro del reloj marcando la tensión de la pausa, y cuando por fin Darín dice “to” el gesto de Guillermo relajando y agachando la cabeza, asumiendo que les han pillado, (que contrasta con el plano en corte siguiente: “Hay que negarlo Benjamín, eh. Yo no fui, yo no estuve…”) y esa frase de Benjamín “Discúlpeme Doctor pero me parece que aquí está pasando algo extraño”,  porque tanto el juez como nosotros sabemos que lo hicieron, estuvieron donde se les dijo que no debían estar bajo ningún concepto.

El personaje del Juez Fortuna Lacalle es tan creíble y genial que hasta acojona pensar en un superior así y tener que verlo cada día.


No sé cuántas veces tuvieron que repetir ese plano secuencia, pero Mario Alarcón aguanta la mirada de los otros dos, y sus largas pausas de una manera tan sencilla que incluso parece una única toma, como si no le hubiera costado ningún esfuerzo, ningún ensayo.

Podría haber elegido esta otra, la del bar, donde se conversa, se pone uno pedo, se desahoga nuestro tierno personaje Sandoval. La secuencia donde se desentraña y descubre a Espósito lo que nunca cambia, la pasión. Pero es otra historia.


Quiero pasión, aunque ésta sea efímera. Porque, ¿cómo se hace para vivir una vida vacía? ¿Cómo se hace para vivir una vida llena de nada?¿Cómo se hace? 



sábado, 27 de septiembre de 2014

Incompatibilidades


El ser humano siempre se ha caracterizado por el miro mi ombligo y a los demás que os den o el yo soy así, ¿qué pasa?  Eso es así de siempre, pero cuando ese que os den tiene que ver con romper mí silencio matutino  me jode un montón, y por mucha tradición que exista en ciertos comportamientos desde tiempos inmemoriales, no da derecho ni debería garantizar su supervivencia hasta los restos.

Me niego y reniego.

¿Dónde se quedaron aquellos rumores de tambores lejanos, cuando la llegada del fin de semana era preludio de películas del oeste en horas vespertinas? (Oeste americano, se entiende; que con los años una ya ha aprendido que los mismos movimientos migratorios y de conquista han existido en el Este; con bastantes similitudes, solo que al otro lado más desconocido). De todas formas el mundo entero se ha visto conquistado con el cine de Hollywood, eso es más que evidente, ellos como nadie han sabido hacer de ese arte un Entretenimiento con mayúsculas…Pero a lo que iba, ¿dónde quedaron esos sonidos que nos transportaban a tierras vírgenes, misteriosas y secas bajo un sol de justicia donde sólo sobrevivía el más fuerte? Porque ahora, el único rumor que intenta imitar tambores lejanos que escucho es cuando por mi calle pasa a velocidad no permitida, uno de esos vociferantes altavoces con cuatro ruedas que dejan la estela de ritmos nada armoniosos que resultan ser en realidad el llamado e insufrible reaggeton. 

Quizás habrá poderosas razones para su existencia, todo puede ser en esta vida que diría mi abuela, pero qué queréis que os diga, tengo una capacidad de aguante inconmensurable, y aun así, ese ritmo me supera, me enerva toda. Llamadme exagerada o lo que gustéis, pero no soporto esos ruidos latinos ni lo cutre que los rodea. Me quedo con Tuco y su primo, con Pollos Hermanos o con Marco Ruiz (Ruis, que pronuncian los gringos), pero por favor, no venir a perturbar la paz de mi hogar cuando volvéis de juerga nocturna a las siete de la mañana, NO el único día que puedo dormir a pierna suelta, al menos, una hora más de las casi cinco diarias que me arreo.

Recordad, amantes del voy a toda virolla y te vas a enterar de cuando paso, en este mismo planeta vivimos muchos más. En serio, no estáis solos aunque vuestros oídos ya sólo escuchen el pum pum pum perenne dentro de vuestro habitáculo móvil,  y os hagan parecer autistas frente a la palabra o a otros sonidos más molones.


Hay algo más, otra forma de comunicación, y os aseguro que suena mucho mejor.



sábado, 20 de septiembre de 2014

La noche de los tiempos



Acabo de finalizar el último capítulo de la serie Brideshead revisited (Retorno a Brideshead) y permanezco silenciosa como antaño, cuando la vi estrenar en TV, con una sensación de nostalgia tremenda, un sentimiento de desahucio que me invade y mantiene ajena a lo que ocurre ahí fuera. Introspección sin paliatiavos de esa que he aprendido a disfrutar algunas veces.
Y como siempre, una cosa me lleva a otra sin remedio, la mente, que no descansa...Y me ha hecho recordar a Ignacio Abel, un hombre solo; parecida soledad a la de Charles Ryder llorando sentado en esa escalera de aquella inmensa mansión mientras lo abandona Julia que se aleja escaleras arriba. He conocido hombres tranquilos en el cine y la literatura, pero sin duda el personaje encarnado por Jeremy Irons es el patrón perfecto de quietud, toma las cosas de manera relajada y tranquila, jamás pierde el control aunque le eche la pota a los pies un desconocido Sebastian,... aunque al final se derrumbe un poco y nosotros con él tras diez capítulos. Siento ternura por el capitán Ryder, sin hogar, sin hijos, sin amor; pero sobre todo por su capacidad de aceptación y de sobrellevar el drama.

Tuve memoria de Ignacio Abel allá por el mes de mayo de 2010. ¡Qué lejos quedan los días! Pasan a una velocidad tan brutal que da vértigo.

Dejo aquí la pequeña reseña que hice para melibro.com:

La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina

Cuando me encontré con Antonio Muñoz Molina en el Colegio de Arquitectos de Valencia, le pregunté, entre otras cosas, si tendríamos sus lectores el placer de leer pronto algo nuevo. Me dijo que sí, pero que todavía tardaría un poco en editarse ya que era una novela más larga y contundente, y le estaba costando.

Después de leerla entiendo que le dedicase tiempo, es espléndida y maravillosa. Su novela más audaz hasta el momento.

La sensibilidad de  Muñoz Molina es sublime, la pone en todo lo que escribe. Me siento tan cercana cuando me cuenta algo, lo que sea, que no puedo evitar sentir nostalgia de tiempos pasados que no conozco y aún así padezco.

En esta novela, Antonio es un observador fiel de la vida de Ignacio Abel, un arquitecto madrileño que, durante su marcha de España y sus viajes por ciudades de Estados Unidos, hace balance de su historia reciente, personal y profesional, que dio comienzo a finales de 1936, cuando conoció a Judith Biely.

Lo deja todo, y lo recuerda todo, incluso la frialdad e indiferencia con la que trató a algunas personas que en momentos de la vida se le acercaron. Es un hombre triunfador, con su vida bien asentada, al que se le derrumba toda su estructura en unas pocas semanas. Rompe en pedazos su matrimonio, abandona a sus hijos, y todo por esa necesidad de amor, amor que siendo niño perdió.
Ignacio es un hombre que no tuvo infancia; es lo que es por un ansia de salir del lugar que como hijo de sus padres le correspondería. Acaba ocupando su sitio en el mundo, pero sin saber que un amor a escondidas, al que se rinde, va a hundir su vida entera, sin compasión.

El comienzo de la guerra civil en nuestro país ha abierto brechas en las ciudades y los pueblos, la crispación se nota y se sufre. Momentos muy difíciles que crearán el desconcierto en una sociedad rota. De vestir elegantemente, pasa a ser un hombre anónimo, al que nadie mira en los andenes de las estaciones de tren. Va triste, sucio y roto por una ciudad extranjera en la que cree oír su nombre desde la lejanía; sin soltar la última carta de su mujer y empezando una nueva vida en la soledad de un lugar ajeno y desconocido.

Es Muñoz Molina el que grita su nombre a cierta distancia, él, el que pasea por las calles de ese Madrid que huele a desastre, él, el que lo sabe todo de este hombre: a veces cobarde, otras, sólo un hombre silencioso que amó profundamente a una mujer.


miércoles, 20 de agosto de 2014

Bajo la higuera


Llevo tres años enteros intentando que la desazón y el pesimismo no me arrastren. Un año manteniendo la sonrisa y las ilusiones por una vida nueva que el enamorarme de manera inexorable hizo posible. En tan solo una semana todo eso se viene abajo por un hiriente ‘olvídate de mí’ de alguien que amo, y  que ya ha sido doblegado por las circunstancias y la distancia. 

Y mis fuerzas ya no dan para dos.

Mis ojos no pueden estar más tristes, escribo en una hoja de papel  como preludio a un libro que deseo escribir. Las frases hechas flotan en el aire a cada paso que doy por las calles conocidas; sólo escucho quejas o ánimos carentes de realidad, canciones manidas que me suenan a nada.

No puedo estar más triste.

Lo que imaginé, lo que deseé,  pasó de largo  como pasaron los besos y las caricias. Un cúmulo de despropósitos y la energía fluye en nuestra contra. Me vi abrazada a él,  besándole  siempre, en una tierra nuestra y sin banderas, un planeta único de dos. Quise dar  vida a alguien nuestro  para que todo ese  amor, esa complicidad  se hiciera persona, a través de besos y de tacto, perpetuarnos  en el tiempo;  ese tiempo que parábamos en nuestras lunas de miel, cuando no había agua y leíamos juntos. Silencios y remoloneo entre las sábanas de rayas azules. Palabras y caricias infinitas, pero sobre todo: sonrisas auténticas y reales  bañadas en aroma de higuera en un invierno deseoso de verano, nuestro verano, ese que nunca llegó.

Ahora mis músculos se agarrotan por el hielo que los atraviesa. Heridas dolorosas en oscura espiral.
Noto húmedos mis ojos, y en mi piel, la brisa suave de la tarde descifra una sensación pegajosa, y el peso del dolor se hace liviano.

Despierta, y atontada por la bruma de la siesta, veo a mi hijo Jöel, que con movimientos algo torpes y en susurro imperceptible, anima al caracol, que ha colocado sobre mi pierna desnuda, en su lento transitar. Se acerca tanto para hablarle, que su pelo rubio y alborotado me hace cosquillas, y sonrío.


Sonrío al corroborar que, otra vez, desvarío en sueños transportada por el efluvio dulce y seco de mi árbol mágico; aquel que plantamos cuando nació nuestro niño. Que aquellas palabras hirientes y ese pasar página fue solo para comenzar otra, y que el verano me llegó al fin, calentando mi alma con todos los matices posibles de la felicidad con minúscula. 

Foto ©Ana Meca


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Escribí esto en el otoño de 2012 y no lo hice público para no hacer daño, curioso, a la persona que más daño me ha hecho con diferencia. Siempre recuerdo una frase en una película de Eastwood: "Nunca olvido un whisky malo, un polvo malo y un hombre malo". Pues bien, ya puedo pronunciar la frase al completo cuando quiera, porque desde el verano del 2012 sé lo que es no olvidar a un hombre malo; y lo digo sin rencor, ira, odio o cualquier otro sentimiento negativo hacia esa persona, ya que dejó de importarme para siempre un 20 de febrero de 2013.

Ayer, 19 de agosto, dí de casualidad con un poema que me recordó este pequeño relato, y me lo recordó, porque como yo, el poeta manchego Dionisio Cañas adora la higuera de la misma manera que me fascina a mí. No conocía al poeta, he llegado a él de forma casual, ya sabéis, un amigo se lo recomienda a otro y yo lo leo, así. Las casualidades, las señales, esas cosas que han de tener algún sentido porque si no, no entiendo nada.

Dionisio Cañas, un poeta desconocidísimo para mí, no sé si para el resto. 
Hasta la coincidencia del título me asombra, era una señal de que tenía que colgar esta entrada sí o sí. He aquí el poema:
         Bajo la higuera
Aquí han muerto mis abuelos,
en soledad he leído algunos libros
y en una noche de verano
también hice el amor.
Es cierto que bajo estas hojas
ásperas como los días
en que el mundo parece no tener sentido
he visto las primeras estrellas
y que a pesar del tierno terciopelo
y del oro que adornan las gargantas
prefiero el seco perfume de la higuera.
Los gatos se pasean por sus ramas
y los pájaros devoran cada año
el fruto negro que el árbol nos entrega
como un dulce y enlutado regalo
alegrándonos el paso de los días.
Alguna vez he llorado bajo esta higuera
porque he visto en su soledad la nuestra
y en las arrugas de su retorcido tronco
los tatuajes del tiempo.
En el delirio eléctrico de la borrachera
he vuelto a enamorarme en este patio
y he charlado con las hojas oscuras
mientras me vigilaba la luna de diciembre.
Aquí me ha visitado algún amigo muerto
y hemos hablado de Nueva York
y de este pueblo trapecista
que se sostiene entre un cielo cegador
y el vacio de las cuevas.
Como una fecha irreal he visto escrito
el día en que nací en esta casa
donde mis padres se amaron sin saber
que yo sería tan sólo su torpe resultado.
Cuando en Manhattan pienso en ti,
vieja hermana de manos verdes,
siento que la vida siempre ha tenido razón,
que es el hombre quien hace su destino
y acepto esta temprana derrota del amor.
                                    Dionisio Cañas 

Para seguir leyéndolo, ¿verdad?
(Gracias, Jimbo)

domingo, 17 de agosto de 2014

¡Tócame!


Fantaseo con la idea de que tus manos me rocen, me acaricien,  me estudien en profundidad con la lentitud de un experto pianista. Quiero que mi cuerpo sea las teclas de tu piano, o las partituras, esas que retiras a un lado con la suavidad del que toca una obra de arte.

Escucho el sonido mágico del deseo en mi interior, porque no puedo hacer otra cosa que desear estar en los lugares que quiero estar, en momentos en los que quiero quedarme un buen rato, como en tus brazos cálidos de  hombre que me observa, que sabe mirarme  aunque dude. Un hombre que no miente con sus gestos ni con la palabra. E imagino tu boca, que según la posición desde la que te fotografíen recuerda a la boca de Marcello (¡aahhh, Marcello! Ese Giovanni en "La Notte" de Antonioni,  tan reservado, tan elegante, tan opaco). Tu boca, muy cerca de la mía la quiero.

Un suave parpadeo, una leve sonrisa, en silencio, y el beso.

Aspiro el aire, lleno mis pulmones, y me sumerjo en el agua estancada y fría del lago. Buceo, me contorsiono, hago giros y piruetas.  No quiero salir a la superficie, ese lugar en calma me canta para que me quede. No existe el dolor ahí abajo, pero tú estiras tu brazo y me agarras fuerte.
Empapado, y teniéndome así, sujeta por la cintura contra tu pecho, me hablas en susurro rozando mi cuello.

—Quédate aquí, no te destruyas.

Y al oír su voz  mi cuerpo experimenta una reacción extraña, se convulsiona, cambia de aspecto, de forma: una larga cola en lo que antes eran mis piernas aparece bajo mi vestido, mis brazos se van tornando fina capa transparente, plana y alargada, se agrandan y se extienden como alas. Otro par más brota de mi espalda provocando la fractura de mi epidermis, duele. La blancura de mi piel se torna azul turquesa y mis alas resplandecen con todo el espectro luminoso.

Ya no puedo hablarle  aunque lo intento, escapo de su abrazo, impulsada por un grito de rabia que no puede salir de mi garganta o lo que quiera que sea que tengo ahora. Él se queda estupefacto mientras sigue con la mirada mi vuelo imperfecto y novel; y sin saber muy bien qué hacer, regresa a Berlín, desconsolado.

Durante días no se levanta de la cama, apenas come, ni ganas de fumar tiene. A ratos se mira en el espejo y observa sus ojos claros entristecidos por mi ausencia. Él no sabe que estoy muy cerca curioseando, no me resultó difícil seguirle hasta ahí, pero sí cansado. Cuando descorre la cortina lo puedo ver con mayor claridad, mi percepción visual no es humana, mis ojos compuestos perciben lo que me rodea con una resolución de 30.000 pixeles, incluso en zonas de baja luminosidad, así que no me pierdo detalle aunque me rasgue el alma la impotencia de no poder hablarle y tocarle.

Vago por la ciudad sin rumbo, sabiendo que he de dejarlo marchar, aunque de vez en cuando regreso a su ventana, el recuerdo de un beso me tiene unida a él con hilo de plata, resistente y brillante.

Y así pasan las semanas, o eso creo, no controlo el paso del tiempo como antes, vigilando su sueño, me gusta ver sus pestañas en movimiento ondulado en la quietud de su rostro, hasta puedo sentir su cosquilleo si me concentro un poco. Quisiera tocarlo, decirle que estoy aquí, pero no puedo, existe un muro invisible entre los dos.

He de asumir que lo he perdido.

Hoy ha decidido salir de casa, está preparando sus bártulos, en su maletín guarda unas partituras, lo noto mucho mejor, más animado, ¿irá a interpretar para alguien? Lo sigo por las calles de la ciudad con mi zumbido característico pero no muy cerca de él para no delatarme. La ventana de esa casa en la que ha entrado está abierta de par en par,  y lo veo ahí, sentado al piano de nuevo; me alegra pero con una tristeza inmensa: ¿me habrá olvidado?

Una taza de té humea en una mesita pequeña, una anciana dama se lo ha preparado con todo el protocolo que la vida le ha enseñado. Bebe un largo sorbo y la deja sobre el platillo. Con sus ojos cerrados ejercita, masajea, estira sus dedos, y es cuando posa las manos sobre el teclado, cuando está a punto de acariciarlo, que sé con certeza que el tiempo ha pasado, sí, pero sigue manteniendo, como solía, los mismos preliminares antes de ejecutar la partitura.
Aprovecho para colarme por los vidrios abiertos y posarme con suavidad en el mismo filo de la taza, por el lado por donde él ha bebido. Al probar ese néctar me emociono, casi me siento llorar, es el mismo té que yo solía prepararle antes de comenzar sus ensayos. Todavía me lleva con él.

Y es la alegría lo que me anima a acercarme a su mano; la belleza y suavidad de sus manos. No pretendo asustarlo— ¡tócame!—le digo con todo el deseo, y al hablarle, sorprendido me mira, ¿será verdad que me ha escuchado? Alarga su mano y me acaricia como a la tecla del piano momento antes de comenzar su interpretación. Una oleada de electricidad  recorre mi minúsculo cuerpo, cierro las miles de lentes y me dejo llevar por el sonido que surge de la coreografía de sus manos sobre el teclado

Al abrir de nuevo los ojos, me encuentro allí con él, junto al lago, desnuda entre sus fuertes brazos que no dejan de tocarme; sus lágrimas saben a té y me las bebo una a una,  le sonrío con timidez:

— ¿Qué me ha pasado?
— No me importa dónde has estado, me alegra que regreses a mí.

Exterior. Día. Plano Corto de ella mientras escuchamos su voz en off.

“Si alguna vez te has sentido sola en la ciudad, completamente sola y fragmentada por el dolor de amor que se te ha agarrado fuerte y no te suelta, entenderás que lo único que realmente me importe de esta puta realidad es no dejar de notar unas manos y unos labios en mí.

Deseo que no dejes de tocarme en mis sueños, deseo morir de placer cada vez que lo haces, vivir en tus brazos y en tus labios aunque sea en esa fantasía. Sólo eso quiero.”