domingo, 15 de junio de 2014

Insurrección


Her se metió en la cama en silencio penitente tan sólo roto por el crujir del somier antiguo. Al tumbarse, el cuerpo de ella se abalanzó hacia el de él irremediablemente.

Hacía frío en Segovia esa noche y en el reparto de camas le había sido adjudicado el sofá incómodo del salón en esa casa castellana; así que agradeció, que la única mujer del grupo a la que le había tocado la cama más grande, le dijera a modo de disculpa que fuese a dormir junto a ella, que no con ella, que había espacio suficiente para los dos. Él supuso enseguida que ella lo hacía por compasión hacia un hombre joven no precisamente delgado. La chica flaca lo hizo porque no se sentía tranquila estando en una cama inmensa, sola, mientras su compañero de mesa en la Universidad lo hacía en un sofá estrecho y destartalado.
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El día en esa pequeña ciudad había sido de lo más provechoso: paseos por las calles en fiestas, charlas y risas interminables con unos y con otras.

Al principio el grupo era numeroso, pero poco a poco se fueron creando los inevitables subgrupos, por afinidades, gustos o por lo que sea. El caso es que de vinos de figón en figón, al calor de la lumbre en aquellos lugares mágicos de otros tiempos, pasaron la tarde previa al concierto.

Al no poder conseguir entradas para todos, algunos se vieron obligados a buscar un lugar alto desde donde poder otear y escuchar al grupo estrella del cartel; así fue que acabaron encaramados a uno de los tramos menos elevado del  acueducto romano, frente al campo de fútbol de tierra batida, con todo el  respeto posible por aquellas piedras sagradas que a ella le encantaba tocar.

La vista era estupenda y el sonido les llegaba todo lo limpio que podía ser. Cantaron, bailaron. Un día casi perfecto, de esos que mientras ocurren ni imaginamos que permanecerán, aunque incompletos, el resto de nuestra vida.

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El cuerpo de ella permanecía inmóvil pegado a él por la gravedad, girada hacia su izquierda, mirando a la pared. Otro compañero dormía en la cama pequeña al otro lado de la habitación y se oía su respiración profunda de sueño comatoso.

En la oscuridad, y con un gesto de atrevimiento por su parte, estiró el brazo y reconoció con sus dedos el rostro de ella; lo dibujó y acarició con delicadeza hasta que se detuvo en sus labios. Ella no dijo nada pero él sabía que no dormía todavía, así que siguió un poco más, hasta que vencido al no obtener respuesta se apartó.  Ella por su parte permitía esas caricias intentando no sucumbir al contacto, que el peso de él dificultaba sin remedio. 

Mientras esto sucedía ella recordaba que él estaba a punto de casarse y que aunque hubo una conexión entre los dos desde el principio no creía justo hacer ningún movimiento que indicase un “nos gustamos, lo sé”. Por eso no se movió un ápice. Y cuando él se batió en retirada, ella pensó: como me toque otra vez, me giro y lo beso. Pero no lo hizo, y eso la tranquilizó mucho. A la mañana siguiente seguirían siendo los buenos amigos que eran, y punto.
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Se recuerdan los besos que se dan y los que no se dan y se desean, los que se quedan en el aire por las esquinas, en habitaciones de estudiantes o por alguna parada de bus sin importancia. Recuerdos que mucha veces van acompañados de ese hilo musical que vamos ampliando con el paso de los años.


A ella, aquel “no beso” le suena a Insurrección.




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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea