lunes, 28 de julio de 2014

El niño que mutiló Marina City (I)


Le he amado con una intensidad brutal, quizás por eso, en este instante del alba del primer día sin él, me siento destrozada y rota. Me pesa todo, cada centímetro del cuerpo, hasta las pestañas me pesan. Se agarró a mí mientras permanecía tumbada sobre la hierba aquél día, y desde entonces que no lo puedo soltar.

Le he amado y le amo incluso ahora que ha huido para siempre de un universo virtual, transparentándose primero, confundiéndose con lo abstruso después.

Desaparición forzosa y dolorosa.

Le amo, lo puedo decir muy claro desde la distancia interpuesta entre los dos y con el espíritu sereno. Nunca, y quiero decir, jamás, he amado a un hombre así: con todos mis sentidos alerta y funcionando a pleno rendimiento, con toda mi atención de estudiante curiosa, con toda la pasión de que dispongo en mi pequeño cuerpo de mujer, con toda mi creatividad brotando, inspirada por lo mejor de él.

En varias ocasiones he visitado el fondo del vaso y aunque la parte  agorera de mi cerebro me decía que era imposible salir de ahí, siempre lo he hecho. Así ocurrió aquel febrero.

Sus palabras, la imagen de sus manos y de su rostro me hicieron nadar con fuerza hacia la superficie de mi alma trasquilada, alejándome de la insania reciente, y dejándome acariciar y besar por el oscilante centeno mecido por el viento. Lo deseé mucho antes de mirarme  en sus ojos, de notar sus manos ásperas sobre mi piel, de escuchar su acento y su risa escandalosa. Mucho antes de que se convirtiera en mi Guardián, en mi muchacho.

©Ilustración Ana Meca -The catcher in the rye

Y me perdí por completo en la espesura de sus campos, esos que dijo arrasaría por mí.

      ─¡Muérdeme, Guardián! Grité enredada en las sábanas gastadas de su lecho una madrugada. Y me elevó a la potencia infinita con la fuerza de sus brazos. Me encumbró al éxtasis con la suavidad de sus labios y su aroma.

Aquel niño hermético al que le gustaba hablar por los codos, que no dejaba de tocarme con su mano mientras contaba historias que le emocionaban (y a mí también, he de reconocerlo) me estaba encantando.

Todo fluía hasta que un día le llamé guapo y paró en seco sintiéndose atacado. Una pregunta lanzada con buen tono, y amenazado, me desplaza fuera del camino como el que da una patada a una piedra insignificante sin ni siquiera importarle  dónde ha caído.

No sé si su afán por coleccionar tesoros le lleva a coleccionar encuentros. Lo que sé hoy es que cuando intentas saber quién es,  cuando estás a un paso de ver más allá te elimina de su vida sin remordimientos ni respuestas, incapaz de argumentar te deja con un dolor profundo en la boca del estómago. Así me ha dejado, hecha una maraña de pensamientos, pero con la certeza de que hice de todo por acercarme a él, incluso travesuras sin mal fondo muchas veces llevada por la espontaneidad de mi espíritu juguetón, incomprensible para algunos.

Entonces, él, que sólo en sueños ha dicho quererme, elige el camino más fácil, la desaparición.

Mientras yo voy clavando todos los guijarros del río en mis desnudos pies, acumulando los momentos vividos, convirtiéndolos en estancos en la mochila que llevo a cuestas, junto a los libros y canciones, enlaces y demás, todo lo que he compartido de alguna manera con ese niño al que le han secuestrado lo emocional, él se desliza relajado por el sur de su muro.

Un par de clicks, unas palabras y un punto.
Sayonara, pequeña.

Y la NADA.

¿Cómo he llegado hasta  aquí, tan lejos de saber cualquier cosa? Porque tengo la sensación de saber cada vez menos de la vida, y del amor mejor no hablo, no sé una mierda. Es la verdad, soy una inculta emocional en retroceso, una niña con las rodillas y las manos lastimadas por intentar escalar la férrea corteza de la Sequoia, ese árbol que no me deja contemplar el bosque.

Si tuviera la oportunidad de ir a una clínica a que el Dr. Mierzwiak borre de mi memoria cualquier recuerdo suyo, llevaría: dos chapas de botella de cerveza, una lámina enmarcada de un grupo musical que él me regaló, esa manta donde nos tumbamos los dos en primavera, un libro de tapas verdes con su nombre en la esquina de la primera página que nunca le devolví, y una carpeta digital inmensa donde acumulo todo lo que ha sido nuestra corta historia en imágenes, palabras, vídeos e ilustraciones.

Pero ni él es Joel ni yo Clementine, y además, por ahora no quiero olvidar nada, sólo quiero digerirlo, procesarlo bien por unos días, pocos a ser posible. Así que me voy a parar un momento, y a rumiar sobre mi existencia fallida en la vida de ese hombre, y un día de estos, ¿quién sabe? ya no recordaré sus besos.


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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea