domingo, 21 de diciembre de 2014

¡Qué mala es la culpa, copón!


Por la culpabilidad sentida en un pasado remoto, en mi presente hago cosas que la intentan mermar, pero no la calman ni la hacen desaparecer.

Si he de elegir el sabor del yogur, el coco no sería ni de los segundos, pero es ver un pack multi y me los como los primeros. ¿Por qué? Sencillo. Cuando tenía ocho años y cantaba en el Orfeón de este pueblo, nos llevaron un fin de semana a Tarragona, recuerdo nítidamente el bocadillo de chorizo Revilla y mortadela sin olivas, la manzana y el Yoplaít de coco que mi madre me preparó para el viaje. No me comí el yogur y convencida que se habría puesto malo por no estar en la nevera unas cuantas horas, lo tiré a una papelera. Esa culpabilidad que sentí al decirle a mi madre que me lo comí todo siendo mentira me arrastró a comerlos caducados, incluso de más de tres meses, durante el resto de mi vida hasta hoy, y a lanzarme a por los de coco como si no hubiera un mañana.



También me arrepiento muchas veces de haberme dejado llevar por las frases de los adultos: “Nena, tienes muchos trastos, tira cosas”, “Está roto, no sirve”,”Creo que ya has usado suficiente ese pantalón, tíralo y compra otro” o la dolorosa “Esa camiseta no vale ni para trapos”. Confieso que algunas veces por no escuchar más, lo lanzaba a la basura sin alegría ninguna, mucha pena y más culpa.

Me arrepiento mil veces de haber condenado al ostracismo a la primera, única adorada muñeca que me encantó: mi Nancy rubia, como lo era yo por aquellos días.

Cuentan las lenguas familiares que mi primera palabra fue esa: MUÑECA, dicho en argot pueril, o sea, KEKA (sí, con kas, que ya los punkis escribían aquello de Anarkía y cerveza fría mucho antes de que existieran los mensajes de texto). Pues bien, dicen  que solté el palabro estando sola (al menos eso creía yo) absorta por un anuncio de TV, y es curioso porque nunca he mostrado la más mínima gana de jugar con ellas, hasta que vi una Nancy de Famosa con todo un vestuario setentero magnífico y caí rendida. Cuando por fin me la regalaron un verano, fui la niña más feliz del mundo, aunque no tardara en darme cuenta que mientras yo tenía la muñeca y algún vestido, mis compañeras de cole tenían ya un arsenal de complementos, fondo de armario repleto, y todos los enseres posibles. Ellas, sin pestañear, lo tuvieron todo al isntante, con lo que me costó conseguir la mía. Pero pese a lo que pudiera parecer nunca sentí envidia de nadie, siempre fui una niña que se conformó y disfrutó lo que tuvo, nunca pidió nada, excepto aquel bate de baseball. (Ver entrada "Que otro muerda el polvo").

Esa primera muñeca se rompió un mal día mientras peinaba su melena, y lloré, como lloré cuando unos Reyes a mis hermanos les dejaron bajo el árbol una flamante estación de bomberos llena de clicks de Famobil mientras yo tuve que contentarme con una cocinita, que sí, ahora sería de lo más vintage pero entonces creí que trataban de decirme algo, y ese algo no era nada bueno. Como a mis hermanos les encantaba destrozarlo todo, y olvidaban muy pronto, pude jugar con los clicks en muchas ocasiones mientras descargaban su ira en mi cocina…hasta que el juego se desintegró presa de sus garras también.

Qué capacidad tenían mis "bros" para la hecatombe, el agravio y la demolición. Cualquier cosa se presentaba delante de sus ojos y ya se sentían en la obligación de abrir en canal, diseccionar y destrozar a su antojo. Cómo habrían disfrutado en clase de ciencias de haber nacido en los USA.

Mi muñeca se partió el cuello, su lado más débil; inspeccioné, vi sus componentes y no me gustó nada que llevara en su interior un muelle metálico sujeto a dos piezas plásticas rosadas con forma de gancho que no resistieron la tracción. Qué triste darte cuenta que no tenía arreglo, al menos yo no supe cómo hacerlo. La mantuve un tiempo partida en dos, pero no hubo milagros y los mayores que me rodeaban eran de “…esto ya no sirve, a tirarlo”.

Así que acabó en el cementerio de las muñecas, justo donde va a parar toda la basura del pueblo, ahí.

Me arrepiento de no haber sido más fuerte, de no haber luchado por ella, por una cura futura. Más tarde vino otra Nancy para sustituir a aquella, pero nunca fue lo mismo, y además también causó baja por el mismo motivo, se partió el cuello. Esta si la conservo, aunque en un arrebato tiré todos los vestidos que fui coleccionando de ambas, excepto el que llevaba puesto, claro, no iba a ser tan cruel de dejarla en pelota picada  en lo más crudo del crudo invierno en el que decidió romperse.

A veces pienso mucho en aquel  hospital de muñecas que había en una esquina mínima de la calle Caballeros en mi ciudad. Siempre que pasaba me decía —he de traerla a curar—, pero cerró sin que lo hiciera. Crees que las cosas van a estar siempre ahí y no es así. Nada es eterno. ¡Qué alguien vuelva a fabricar Tulicrem! Por eso me arrepiento de lo que no hago y que prefiero equivocarme mil veces, mil.

Ahora, si he de tirar algo, lo estudio mucho, y aun así, en ocasiones no hay consuelo que valga.








3 comentarios:

  1. Hermoso y crudo y cierto cómo hay culpas que nos siguen. Culpas que parten de cosas pequeñas.

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  2. Como nos cuesta deshacernos de algunas cosas que luego echamos de menos.
    Sin ir mas lejos yo tire con todo el dolor de mi corazón mi cine Nik.

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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea