viernes, 20 de marzo de 2015

Ave Fénix


Me he metido en la cama con el estrépito de los últimos fuegos artificiales, las tracas finales que prenden la llama a las pequeñas fallas infantiles que esta noche arderán sin remedio; es la tradición, y aunque alguna vez he imaginado que por causas naturales las esculturas de cartón piedra no podrían ser quemadas en la noche del 19, sé que no ocurrirá jamás, sería impensable,  una quimera.

No sé por qué, pero me gusta el caos de la ciudad durante estos días falleros, parece que todo está permitido, que no hay reglas, sé que parece una locura afirmar esto, pero tengo ese sentimiento contradictorio en estas fechas. Si trabajo y he de madrugar me sofoco ante calles cortadas, el olor a fritanga de los puestos de churros y buñuelos de ¿calabaza?, los reconocibles retretes portátiles que, tras el gasto-robo excesivo de la visita de aquel padre de la Iglesia, reutilizan por el centro de la ciudad, vallas, contaminación lumínica, derroche de pólvora, dispendios que duran casi un mes entre unas cosas y otras. Abusivo.


Me ahogo cuando la gente se colapsa en una calle y no me dejan pasar, pero a la vez, me gusta pasear esos días por las callejuelas del centro, en mi estimado barrio del Carmen, y mirar todo con lupa: los portones de las casas más antiguas, los balcones, las plazas diminutas que parecen evaporarse tras estos días, como si las calles sólo aparecieran bajo nuestros pasos, mientras las andamos. Casi se vuelve al pasado, un trozo de muralla asoma entre edificios pequeños y destartalados, los restos de un aljibe se pierden entre la frondosa porquería de un solar olvidado; calles estrechas y oscuras, frías con aroma a piedra húmeda que reviven cada marzo con las luces, los adornos y alguna falla manufacturada por los propios falleros, esas  que dan sentido a la fiesta, los del hazlo tú mismo, Do It Yourself valenciano que me gusta.  En una falla así, que este año simbolizaba el ave Fénix que renace de sus cenizas y que el año pasado tenía dos presidentas, se ha quemado un deseo entre muchos más, el mío. Podías escribir cualquier cosa, introducirlo en un baúl blanco o en el negro y te aseguraban que nunca sería leído, y que se quemaría junto a la falla  la noche del 19 al 20. 


Con el fuego todo se renueva dicen, quemas lo malo y la primavera llega con el brote de vida que todavía no sabemos el cariz que tomará, pero siempre deseamos que sea positivo. La estación en la que florece el color y el esplendor en la hierba no debería traer nada malo, ¿verdad?

Me he acostado, como decía, con todo ese ruido de fondo con la tranquilidad que da saber que todo ese estruendo de pólvora y fuego es debido a las fiestas locales, que estoy a resguardo en mi casa y en mi cama de todos los conflictos violentos que pueblan el mundo y que me son tan ajenos. En otras tierras por desgracia, si tienen un lugar en el que intentar dormir, lo harán con la incertidumbre de si vivirán mañana, no hay futuro, sólo un presente que se cuenta por segundos, y la supervivencia. Olvidamos las guerras, las masacres, las mierdas sin sentido tras cinco minutos después de escuchar el titular; yo me acuerdo de todos a los que nunca conoceré, los que desaparecen.

Cada vida que se pierde tiene para mí el mismo valor, me da igual el dónde o el cómo. No quiero que mis palabras resulten catastróficas, sólo quiero dejar claro que disfruto cada segundo de paz y tranquilidad, que soy muy consciente de ello y que  aunque esté triste con motivos o sin ellos, desanimada o deprimida,  nada, nada se asemeja a la barbarie de todas las violencias.


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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea