domingo, 22 de marzo de 2015

Yo quería llevar pantalones




Yo quería ir a un colegio público y no me dejaron. Que era un buen colegio me dijeron muchos años después, por eso lo eligieron para mí. Aunque tuve momentos buenísimos, no me dejaron ser libre, no pude elegir y eso es lo que yo veía en el colegio de mis hermanos, libertad, más o menos, tampoco entraré ahora a valorarla con detalle pues nunca estuve allí.

No es que envidiara a mis hermanos por tener la dicha de ir a su colegio, no, aquel era un mundo donde niñas y niños se mezclaban en las aulas haciendo el bruto (no salí de mi colegio siendo princesa, sino con un rebote bestial. y preguntándome qué malo tenía lo de ir todos juntos a clase desde el principio), vestían como les daba la gana (años de quejas y charlas con las hermanas hasta que se dieron cuenta que en invierno con falda y calcetines hasta la rodilla hacía frío y que el pantalón no era el diablo), un lugar de espacios abiertos al cielo, con árboles y pistas de juego, ventanales por los que ver el exterior, y no un lugar tan hermético que cuando nos daban permiso para ir a almorzar a la terraza, aquello me parecía un sueño, ¡ohhh, existían las nubes y el sol fuera de las aulas, y se podía respirar, el aire no era tóxico!
En mi colegio, todo era recogimiento, rezos, no llamar a las cosas por su nombre, imaginería que muchas veces miraba sin pestañear por si atisbaba un movimiento que me indicase que aquello era real, que tenía vida propia; y de la realidad, los tejados de enfrente, lo único que se veía por algunas ventanas.

Un minúsculo patio de luces, eso éramos para los habitantes del universo exterior.

Lo que yo sentí entonces era un deseo que escapaba de mí por hacer lo que los alumnos públicos hacían: manualidades con chapa y segueta, poner todo perdido de serrín e ir avanzando con cuidado de no pasarse de la línea de la plantilla, tocar la flauta, ya que mientras yo memorizaba biografías de compositores y no escuchaba una sola nota, (este verano fui perdonada por Debussy a través de un pianista salvaje de Tomelloso por odiar al maestro durante mi etapa EGB) mis hermanos hacían sus escalas, sí, sé que resultaba fastidioso escucharlos mientras practicaban, pero eso era lo auténtico para una clase de música ¿no?, aprender ese lenguaje mágico de minúsculos símbolos negros y blancos sobre líneas  que iban saltando de renglón en renglón. Y eso que cantar, canté mucho. Pero echaba de menos escuchar la música de los grandes compositores por el tocadiscos, ese invento con el que teníamos que tener mucho cuidado de no destrozar la aguja al limpiarlo; porque lo que más hice en ese colegio, mi colegio, fue eso: limpiar, siempre limpiar. Adoctrinamiento para ser una buena esposa o una buena monja.

Y luego estaba el libro de lectura SENDA, cómo no voy a hacer comparaciones, si ya solo el nombre tenía un poder magnético sobre mi imaginación expectante. Gracias a que mis hermanos dejaban tirados sin contemplación esos libros, como se hace con las cosas que resultan habituales, pude leer las historias que contaban, seguir las aventuras de aquellos niños que también construían cabañas y que incluso las coronaban con una bonita veleta que encontraban tirada por ahí. Mis lecturas de entonces eran casi todas religiosas, aprendí la misa de cabo a rabo, es curioso como permanece en la memoria la información más inútil. El aroma del incienso sí me gustaba, pero no quiero hacer un cálculo aproximado de las homilías y eventos varios a los que asistí durante años por decreto ley porque me mareo.

Hubo un tiempo en el que llegó una monja que no se cortaba nada, mientras nos examinábamos de algo, ella se sacaba la zapatilla y hurgaba con sus dedos buscando no sé qué para llevárselo a la boca. A otra, cuando hablaba, le salí esa especie de hilos blanquecinos que cosían su boca con puntadas viscosas que cada vez daban más asco; el estar en primera fila era un horror para estas cosas, siempre había que mantener las formas pese a todo.

La del momento zapatilla hizo algunas mejoras y abrió la biblioteca, regresaron los días de préstamo de libros, una locura. Era una profesora muy cuadriculada, no te dejaba leer lo que según su criterio no te pertenecía por edad. Así que leí lo que pude, me casqué toda la colección de Josephine Siebe de Kásperle, un títere de guante que un día despierta en un armario y decide viajar. Y también me dejaron sacar los de una colegiala llamada Puck, de Lisbeth Werner que era "un poco locuela pero de gran corazón…" Ahora que lo veo escrito, alemana, danesa…¡qué cosas!

No sé los motivos pero la biblioteca cerró sus puertas al año siguiente, no más préstamos; yo seguí insistiendo a la hermana Henar que necesitaba leer, pero ella no dio su brazo a torcer. ¿Piedad? Ninguna, así eran ellas. Aprendí pronto la palabra hipocresía, una pena. Así que no tuve más remedio que buscarme otras fuentes,  todo lo que llegaba de mano de mis hermanos y de su colegio público.

Desde que recuerdo, vivo enamorada de las bibliotecas, entraba en una para devolver un libro o dos y no metía los dedos en agua bendita porque no había, para mí aquel era el gesto más magnífico de la vía láctea y del más allá, y que aun ahora, a pesar de mi alergia a los ácaros y de no poder meter la nariz en los libros de viejo, adoro, me fascinan los libros apilados. De existir ese dios que tanto predicaban aquellas monjas de la congregación, habitaría en una biblioteca, seguro. Lugares sagrados en los que puede pasar y escuchar cualquier cosa, hasta el silencio.

Supongo que haber ido al colegio que se eligió para mí me ha hecho ser como soy, así que todo lo que cuento aquí es sin acritud, aunque quizás nada es cierto. 
Pero eso sí, yo quería leer lo que me diera la gana y llevar pantalones, y al final lo conseguimos con una huelga en el patio, mientras, fuera de esos muros, el país ponía rumbo hacia la novedosa Democracia, la libertad, mientras yo aprendía a gritar mecagoendios en la calle donde jugaba.



1 comentario:

  1. Tus recuerdos tienen momentos de cuento gótico (como la repugnante monja que se hurga los dedos de los pies). Qué suerte poder saltarse las imposiciones para leer. Se entiende tu amor por los libros.

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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea