domingo, 19 de abril de 2015

Análisis de un fotograma


Azúcar glas en caída libre sobre una rosquilla perfecta, azúcar fino que se funde con la fría nieve de los campos.
Meticuloso y sensible el que cuenta las pastillas en una farmacia de toda la vida por donde pasa el tiempo sin que nada trascienda.
Alguien bebe, fuma mucho y lee poemas de John Berryman. Ese alguien es como el agua para un tulipán marchito que revive unos instantes ante su mirada.
La lluvia que todo lo moja y lo vuelve melancólico;  unas pesadas cadenas inertes sobre una húmeda piedra  como losa sin voz.
Todo queda atrapado en el diseño de un papel, sobre una pared cualquiera, de una casa cualquiera en el estado de Maine.

Atrapados, agarrados, sujetos, encarcelados de muchas formas. 


Los créditos son capaces de contarnos todo eso, no los detalles, pero sí darnos una visión general de lo que estamos a punto de ver. En aparente estado de tranquilidad y quietud, los personajes, que soportan, como intuimos, durante largo tiempo ya, están a punto de explotar, de expandir sus verdaderos miedos, sus sentimientos que por el paso del tiempo han quedado demasiado ocultos al resto. Esa apariencia, guardada en una cómoda de la abuela bajo llave.

¡Qué pesada carga!
¿Qué los paraliza?

La cena, único rato en el que la familia al completo aparece junta que no unida; momento en el que resulta forzado mirarse de frente, hablarse a la cara. 
Me detengo en un fotograma concreto, cuando ya hemos visto bien la cara y la actitud de la mujer protagonista, Olive Kitteridge (espléndida Frances McDormand) frente a su esposo Henry Kitteridge (espléndido Richard Jenkins).


Olive se levanta a fregar su plato para zanjar una discusión, es su manera de expresar disconformidad, pesar, rabia y no sé si también odio, aunque quiero creer que no; da la espalda a quien se sienta a cenar frente a ella cada noche y la incomoda hasta lo insoportable, pero lo calla.  Si no lo mira ni lo ve, no existe; quizás lo que ella desea muchas veces a lo largo del día. Siempre evita mirarlo cuando él hace algo amable o le muestra una brizna de cariño con temor a soliviantarla, pero ella es escurridiza y no ve la cara de él que transmite la tristeza del que se siente apartado, ninguneado e invisible. Ella sólo lo mira fijamente con saña y con el reproche de la que aborrece su vida y culpa a la otra parte de su desdicha. Le quita el plato y él sólo acierta a decirle que aún no ha terminado, y nos decantamos por Henry, ahí nos tiene ganados. 

Acabamos idealizando lo que no tenemos y nos remueve el estómago, lo prohibido, lo que no puede ser, es más tentador y excitante.

Ollie se gira hacia el fregadero, y ahí, a su derecha el detergente JOY, irónico nombre (alegría) para una rutina tan dolorosa, donde los gestos más comunes como servir la cena o beber de la taza parecen hechos con pesar, como cuando suspiras sin tener nada que hacer por arreglarlo, suspiras y ya, no te queda más.
No veo alegría por ningún lado, incluso las pocas flores que crecen en la tierra mojada de la entrada parecen tristes, cualquier atisbo de corazón, amabilidad por parte de Henry es cortado de raíz, lavado con jabón por ella, restregado con saña e ironía muy borde.


Resulta curioso que, durante la cena-elevada a discusión, cuando ella aparece en plano con el fregadero y el ventanal a su espalda, en ningún momento se vea la botella de detergente, ella la tapa con su cabeza; sólo hay alegría (sutil) y sonrisa en su cara por los poemas recitados y el cigarrillo compartido. Más allá de eso, todo es desdén y frialdad matemática.


Olive Kitteridge es una miniserie inmensa y demoledora sobre vidas simples y anónimas donde cada gesto, cada movimiento expresa con amplitud.
Una Serie de detalles, de muchos detalles, de palabras no pronunciadas; hilada con elegancia e inteligencia por Lisa Cholodenko, y con un reparto excepcional. Un premio Pulitzer llevado a la pequeña pantalla con maestría por un equipo sensacional. Un ejercicio cinematográfico de nivel para ver, y volver a ver, y a ver…

HBO, caballo ganador.