lunes, 20 de julio de 2015

Y el frontón calla


Hubo un tiempo en el que todo aquel que construía un chalet y tenía terreno suficiente levantaba un frontón para darle a la raqueta.



© Ana Meca, Un frontón de ayer

Hubo un tiempo a finales de los 70 y ya en los 80 que el deporte del tenis se extendía más allá del televisor y entraba en nuestras vidas, cuando los grandes tenistas marcaban hasta la forma de vestir camisetas fuera de la cancha; aunque esto ya lo hacía el tenista Frederick John Perry (Fred Perry) desde la década de los 30 con mucho éxito, de hecho, su marca sigue siendo hoy una de las más estimadas.
Esas ropas, durante mucho tiempo blancas, nos atraían, y mucho más desde que “Retorno a Brideshead” apareció en nuestras pantallas y quisimos emular a esas gentes que siempre supieron vestir para la ocasión. Aquéllas memorias del Capitán Charles Ryder fueron un oasis divino en las noches de su emisión. Todas las amigas de la pandilla nos enamoramos de Jeremy Irons, todas quisimos portar una bufanda bicolor. ¡Mira! lo mismo ahora hago una para mí.

El tenis siempre ha sido un deporte elegante, más que nada porque las gentes que lo practicaban solían tener la vida arreglada y tenían esos modales en apariencia exquisitos y porque dejaba ver el cuerpo del jugador, los músculos bien dibujados en piernas y brazos, parecía que jugar era fácil. La ejecución de movimientos era tan perfecta que no se veía el esfuerzo salvo cuando llevaban horas jugando. En cuanto a mí con este deporte diré que me resultaba imposible volear tres veces seguidas contra alguien. Admito mi ineficacia para el juego de muñecas, se quedaban fofas, era como si mi brazo se quedara sin fuerza y la red un tremendo imán para mis saques. Pero contra la pared la cosa cambiaba, el frontón era lo mío, ¿por qué? no lo sé, pero ya lo dicen demasiados: no se puede ser bueno en todo, y yo me entendía con el frontón pintado de verde a la perfección, aunque jugara con más personas, siempre era la pared la que me devolvía la bola. Hablábamos el mismo lenguaje.

Cuando Ivan Lendl, John McEnroe, los suecos Mats Wilander y Stefan Edberg y el alemán Boris Becker tomaban el relevo generacional de un Bjorn Borg de hielo y un incombustible Jimmy Connors, comprarse una camiseta molona, unas muñequeras y una raqueta se puso de moda y nosotras empezamos a mirar, que no ver pues siempre estuvieron ahí, las canchas y los frontones en el Polideportivo Municipal, prescindibles durante años, sin preguntarnos qué hacían ahí y para qué. Los objetos aparecen así un buen día y ya nunca más los ignoras. Entramos en la era de "Alquilar pista"que suena tan cool como lo fue entonces.

Cada una tenía sus favoritos. Lendl, el chico sereno y silencioso, el que apenas sonreía durante su concentración, era mi jugador favorito.
Aunque el juego del checo no era vistoso resultaba tremendamente efectivo y disfrutaba los enfrentamientos con McEnroe que perdía los nervios con facilidad. Era Don Aspavientos, un show con su melena incorregible y su cinta roja, ¡y cómo jugaba el cabrón!

Lendl dándolo todo
 Wilander

Otro jugador que me encantaba era el sueco Mats Wilander que con la edad no ha perdido su encanto, su delgada figura y su amplia sonrisa. Era muy vivaracho con sus rizos rubios y siempre de buen humor. La hierba de Wimbledon se le resistió, ¿veis? imposible ser bueno en todo. 
También recuerdo con cariño aquéllos míticos duelos sobre esa misma hierba entre Stefan Edberg y Boris Becker. Brutales.

Ivan Lendl en la actualidad
Mats Wilander en la actualidad

Hubo un tiempo en el que te ibas a pasar el fin de semana a la segunda residencia de una amiga del cole (yo como Charles no tenía familia pudiente) y lo pasabas entero sudando bajo un sol de justicia sin reparar en ello, sin beber agua ni descansar, en plan salvaje total dándole a la raqueta e intentando emular los saques de nuestros favoritos. Interpretaciones muy libres, por supuesto.

En cierta ocasión, regresábamos de Madrid para pasar el fin de semana en casa, y pernoctamos en un pueblo conquense de donde era la familia de mi amiga y compañera de estudios, Huertos de Moya. Allí contemplamos estupefactas un satanazo de hormigón en medio del erial, un pedazo frontón que ya lo hubieran querido para ellos los del Jai-alai.

Ahora veo demasiados frontones olvidados. Se han quedado como planchas de bar oxidadas, ardiendo en ese rincón de las parcelas bajo el sol del verano. Ya nadie hace unas bolas allí, no se oye el sonido elástico peculiar del bote y rebote, los pequeños gritos de esfuerzo, el “sacas tú” fundiéndose en la tarde con el chirrido de las cigarras y las risas.
En algunas paredes ves una triste canasta colgar de cualquier manera; porque luego vino el baloncesto como deporte favorito que practicar, debido no sólo a que nuestros equipos y jugadores lo hicieran sensacional, sino porque el cine norteamericano nos lo metió siempre hasta en la sopa. «Ninguna casa sin bandera ni canasta encima de la puerta del garaje». Pero eso es todo, ahí aparecen silenciosos los frontones con su verde deslucido, sus desconchones y grietas por las que brotan hierbajos rebeldes y se pasean tímidos insectos que siempre van a algún lado. 

Yo a los frontones los miro largo rato y les hablo: tuvisteis tiempos mejores y quién sabe, lo mismo vuelven, porque seguro que tenéis muchas cosas que contar.




A Caul y nuestra charla sobre el punto del gazpacho de Mats




1 comentario:

  1. Jajajaajaja tengo un amigo que tiene uno igual peor que el de la fotografia, el suelo es ya tierra y cemento. que recuerdos !!!!

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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea