sábado, 19 de diciembre de 2015

Reflexionando


La primera vez que escribí un cuento fue por estas fechas en mis días de colegio. Se organizó una especie de concurso como animación a la escritura para el alumnado (todas niñas) en los días previos a las vacaciones navideñas, las mismas que ya entonces no disfrutaba en absoluto (me viene de largo mi aversión a la alegría por decreto ley).

Recuerdo que me esmeré mucho en su presentación, dibujando en las páginas finales de cada capítulo, y colocando estrellas brillantes en su portada. Me fascinaban esos pequeños tubos de vidrio con tapón de corcho en el que se veían claramente los colores de la purpurina.

Prometí a mi profesora que me presentaría y ahí andaba yo, escribiendo páginas y páginas tamaño cuartilla junto a esa estufa de gas que me daba dolor de cabeza si olvidábamos colocar un cacharro con agua en las cercanías.


No recuerdo el título que le di, supongo que algo rimbombante, muy victoriano, porque por entonces yo coleccionaba cromos de una ilustradora que dibujaba niñas como Anne of Green Gables, mi querida Anne Shirley de Tejas Verdes en Avonlea. Esa ilustradora mostraba un mundo tranquilo de vidas sencillas y apacibles, rodeados de paisajes bucólicos que me invitaban a soñar, de botas a la entrada de la casa, de suelos de madera sin pulir. Se podía saborear el color de las moras en el campo, y oler el aroma de las manzanas en el árbol, escuchar el crepitar del fuego en el hogar siempre encendido. Me relajaba mirar sus paralizados tiempos de lecturas bajo el calor de las mantas hechas a ganchillo con grannys de mil colores. La tenue llama de los faroles de aceite que podía iluminar todo el cuadro, y esos gatos familiares jugando con los ovillos de la abuela, porque siempre había una abuela que tejía, en mi vida real también. En el universo de aquél álbum se obviaba a los hombres casi por completo, no así a los niños. 

Imaginé mi primera historia mirando uno de esos cromos que utilicé como comienzo, ¡era tan pequeña! 

Anne y Diana. El faro en la isla del Príncipe Eduardo en Canadá

Me encerré durante varios días para sacar aquel cuento navideño adelante, una historia en el que no había dispendios, lujos, nacimientos ni ritual cristiano alguno, tan solo una loa al invierno, al frío, a los copos de nieve que siempre me han fascinado, a los ríos congelados donde patinar, los vinos calientes con aroma de canela y jengibre, el calor del fuego que calentaba el alma y el espíritu; sí que había árboles de los que pendían adornos artesanos de madera, guirnaldas de hojas recogidas en los bosques cercanos, y esa quietud de la naturaleza que se predispone a dormir, un silencio que yo me empeñé en recargar con conversaciones pueriles, echándolo todo a perder.

Todos los personajes hablaban sin parar, recuerdo el trazo de los guiones que antecedían a la frase dicha por unos y otros. Era como estar en una película francesa pero sin diálogos profundos e inteligentes, vamos, que me lié tanto que aquel montón de hojas escritas no sirvió más que para confirmar que cuando me comprometo con algo lo cumplo, otra cosa es que lo haga bien o al gusto de los que siempre esperan lo mejor y aquella monja no dejaba de preguntar si ya lo tenía acabado, ¡qué presión!. Supongo que se me daba mucho mejor subirme al escenario que escribir la historia que se pudiera representar en él. Pero lo acabé, y como colofón lo llené de estrellas mínimas y pegamento Imedio.

Ya os podéis imaginar que no gané, pero la empresa era escribirlo a tiempo y lo cumplí. El único recuerdo que dejé no fue el de una historia magnífica e imborrable, sino el de aquel reguero de purpurina que quedó un tiempo en la cartera, en el pupitre al sacarlo de ésta, en el cajón de la profesora,… hasta en el hábito de la monja dejé mi rastro brillante, cosa que no gustó nada a su férreo código de humildad y pobreza.

El último día de cole nos fueron devueltos los relatos a las participantes y pude leer el ganador de camino a casa, acompañada de varias de mis amigas que vivían por las calles adyacentes a la mía. La flamante ganadora con sus bastos gadgets de ortodoncia que siempre me pareció preciosa, había dado la palabra a cacharros de cocina y a animales, y me sentí tan falta de imaginación que estuve varios días soñando con la tetera parlanchina y el tazón de leche descascarillado y maltrecho.

Ahora, en mis historias, los personajes apenas hablan. Creo que no se me da bien, no me resulta natural, y por eso los sumo en largos silencios, como los de aquella niña que fui: observadora del mundo desde mi pequeña estatura, con mis grandes ojos azules abiertos de par en par, viviendo la realidad demasiado pronto, queriendo aprender y tomar mis propias conclusiones de la vida y del comportamiento humano. Ojalá mañana, éste sea ejemplar y honesto con las personas.


2 comentarios:

Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea