sábado, 22 de octubre de 2016

Huidas, espionaje, barro y besos en Cicely, Alaska


Tras una odisea por ciudades, embarcaderos donde tata Pina sigue comprando labiales, y tiendas de jabones naturales con aromas increíbles, soy consciente que el Estado me persigue para detenerme.

Huyo, me mezclo entre la gente, recibo llamadas de ex-ministros que no atiendo por consejo de mi fiel amiga Cristina Rodríguez. Le escribo en un papel el número de teléfono de mi madre por si me quedo sin batería y/o me ocurre algo. Mas me doy cuenta que no tengo dónde ir, que he de hacer frente a la que se ha montado, y decidida me presento ante un acuartelamiento de campo cercano. Cristina no puede acceder conmigo y entro armada sólo con la palabra.

Tras los muros todo es barro y en el centro un invernadero ocupado por soldados. Pido ver a Rubalcaba, que al parecer dirige el cotarro en Seguridad Nacional y Espionaje. Me dicen que espere que lo van avisar, que no me mueva de allí. Observo el lugar para encontrar un punto de escape por si la cosa se pone muy fea, veo a los soldados apuntarme con su armamento pesado.

Me acerco a una soldado y le pregunto sin más si tiene reglas dolorosas y qué hace si en esos días tiene combate.

¡Joderme!—contesta con frialdad.

Rubalcaba no viene, y yo, que poseo demasiada información, me veo rodeada y en peligro. Tengo que salir de allí, ha sido un error entrar en ese agujero.

No sé cómo, pero me hago con una grapadora industrial. Me voy acercando a los muros del emplazamiento por cuyos huecos va entrado tropa que en silencio va posicionándose para un posible ataque. Disparo grapas que en un principio sólo los hace retroceder tras los huecos minúsculos por los que intentan pasar, con lo que consigo algo de tiempo para alcanzar el portón de entrada y salir al barrizal. Disimulo y me hacen pasillo.

Todo está muy oscuro salvo donde han ubicado pequeñas antorchas, pero puedo distinguir a lo lejos a Chris Stevens y voy en su busca. Hablamos de cosas que hemos visto y que nos han chocado, de mensajes cifrados y fotografías aéreas donde camiones de un modelo concreto y color aparecen en todas las grandes ciudades del mundo.

Están preparando un ataque masivo, le confirmo. Hemos de avisar.

Me cambio de ropa, me coloco una camisa de cuadros para no llamar la atención entre los parroquianos, y al volver a cruzar la puerta ya no quedan soldados, sólo colonos y lo que parece una hilera de construcciones de madera que va tomando forma de pueblo.

El cine lo regenta Holling Vincouer, que está siendo multado injustamente por los actos vandálicos cometidos en el negocio por gentes venidas de tierras del Norte.

Intento mediar, discuto con el ejecutor de la orden sorprendida de que sea un actor de reparto conocido; éste me da la razón y le evito a Holling una multa cuantiosa. El actor me abraza, tengo su cabeza a la altura de mi pecho. No, decididamente no me gustan los hombres más bajos que yo, pienso.

Busco a Stevens y el tono de la conversación se hace más íntimo. Nos besamos mucho pero no quiero pasar a la segunda base, el tipo es un ligón y no quiero ser una más en su lista de conquistas, que luego me dicen que me pillo por los canallas disfrazados de hombres normales.

Dice que me entiende y nos seguimos besando.

Entramos en una sala inmensa y vacía donde un par de Infantas y un Infante bebé hacen las pruebas de resistencia a manchas en una alfombra preciosa traída de no sé dónde. Nos llevamos al bebé, hemos de encontrar la forma de contar lo que está pasando.

Todo es cálido a la luz de las llamas. Nos besamos más.

Damos con Maurice Minnifield y le entrego al bebé. Con la excusa de que hay que cambiarle el pañal, lo envío a los bajos del granero.

Cuando entre y vea todo el despliege de información de nuestra red de espionaje, y como ex-piloto y ex-astronauta que es, sabrá qué hacer—pienso.

Solución sin mediar palabra.

Más relajados ya, miro a los ojos de Stevens, que me gusta una barbaridad, y le digo:

–¿Sabes?, la primera vez que vine aquí erais unos pocos en barracones sucios, pero ya erais un pueblo. Chris me sonríe.

La convivencia ahora era pacífica, Cicely surgía luminosa de la profundidad de la nada, y yo me despierto con el sabor de los besos del filósofo radiofónico ex-convicto más guapo de todo Alaska.
De Rubalcaba nada, ni está ni se le espera.


En mis sueños se mezclan imágenes de la última película visonada, de la última conversación o de algún hecho lejano que no recuerdo haber escuchado, junto a rarezas propias o pensamientos y deseos ocultos.
Nunca he ocultado mi deseo más profundo, el que siempre está ahí desde que vi el primer capítulo de la serie Doctor en Alaska (Northern Exposure, para los que la vemos en Versión Original) allá por 1990: quedarme a vivir en Cicely, Alaska. Por eso, cada vez que vuelvo a ver la serie, al terminar un capítulo y apagar el monitor, siento como que me extraditan, una sensación de vacío inmensa.


Así me los he encontrado esta noche en mi sueño


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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea