miércoles, 29 de marzo de 2017

Los sentidos. Oído


Me deja sorda tu silencio.

Mientras relleno los huecos que deberían ocupar tus palabras con canciones de otros, mis neuronas combaten el ruido externo con espacios inactivos que se alargan en mi línea de tiempo.

Algunas charlas virtuales con desconocidos tienen el frío reflejo de los encuentros con hombres descarados y habladores en las películas francesas de los 60, en las que se acercaban tanto a una mujer que invadían su espacio vital, las arrollaban con su voz delicada y esa palabrería que tan bien han sabido retratar los grandes cineastas de ese país. Supongo que habría hombres así por otros lugares del globo terráqueo, aunque no me los imagino en Japón o en China, o en estos tiempos en ningún lado, ya no.

Como decía, y yo misma me escucho cuando me hablo, en esas conversaciones casuales, que comienzan de la nada, hablas de temas que no tardan en derivar a otros más personales, todo va muy deprisa. Al principio evitas contestar, pero al no tener contacto visual decides dejarte llevar y acabas mostrando  una sinceridad que nadie te ha pedido, o sí, y que una misma se impone por decreto ley. Cometo ese error desde siempre y aunque me malinterpreten, lo vuelvo a hacer, digo la verdad; juego creyendo que estamos en el mismo espacio y a la misma hora. Nuevas voces que agregas a tu playlist de vida, unas que se apagarán igual que han venido aunque permanezcan residuales en tus oídos por un tiempo, otras que se quedarán para siempre.

De todos los sonidos que he escuchado desde que nací, el que ha marcado mi vida adulta fue uno que oí en mitad de un bosque junto a un lago congelado, en un país del Norte, Finlandia. 

Crees saber a qué suena el silencio, y la realidad es que no lo sabes hasta que un copo de nieve y otro y otro caen a tu lado en mitad de ese paisaje de cuento. 

Oír el crujido de los copos me hizo sentirme más minúscula que ellos y eufórica mientras contemplaba los dibujos magníficos de los que caían sobre mis palmas abiertas cubiertas por gruesos guantes negros. La naturaleza es perfecta y atrae como un imán, te deja escuchar tus propios pasos como si supieras adónde vas. En el 2008, la felicidad fue eso.

Con los sonidos puedes experimentar toda clase de sentimientos: la lluvia o las olas en la playa te mecen, la sirena de la ambulancia te afecta y entristece, los pájaros te sacan de tu sueño, tan madrugadores ellos, las palabras no dichas duelen cuando las deseas. El encuentro de dos bocas, siendo una la mía, me excita hasta el punto de generar gemidos que dejo escapar sin poderlo remediar, ronroneo en mitad de una calle cualquiera de Ben-i-dorm.

Las cigarras en verano te adormecen. Te inquieta el frenazo del autobús en la parada, odias al del reggaetón del coche y al despertador. Las palabras quiero verte dichas desde el otro lado del teléfono son preludio de disfrute máximo, aunque hace tanto tiempo que no escucho algo parecido que igual me equivoco y no es para tanto. Y luego está la música, ese lenguaje universal que nunca deja de sorprender aunque digan que ya está todo dicho, cada día descubro nuevas melodías o me las descubren gentes más sabias como Camilo (gracias por Bart Davenport).



Al finalizar el día, cuando todo está oscuro, cuando todo está en calma y no se debería escuchar nada, hay un rumor, no sé si de la energía que afecta a todo o es el rumor de mi propio silencio, ese que ejercito cada vez más. Yo creo que mis pensamientos hablan a gritos, por eso prefiero los susurros en la noche o al despertar.


Mis oídos captan tu silencio y tienen memoria de tu voz, todavía.

Gritando palabras a orillas del Ebro en los buenos tiempos. 2015



2 comentarios:

Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea