lunes, 31 de diciembre de 2018

Soy un accidente, y más a final de año


No sé cantar, tampoco dibujar ni escribir, y menos poesía. No tengo arte para nada, nada hay en mí que sea excepcional. No soy emprendedora ni tengo fuerzas ahora para intentarlo, pero nunca dejo de prepararme, de aprender, de mejorar. Es triste decir que no me sirve para nada, pero es la verdad. Que se consiguen las cosas con esfuerzo y porque las deseas mucho es una frase de mierda que, os digo ya que no funciona. Quiero tranquilidad y paz mental y no llego a conseguir ninguna de las dos pese a que cada año que comienza lo deseo con fuerza y predisposición. Paso rápido de ser profesional imprescindible al no me vales sin previo aviso. Vivo para hacer frente a los pagos, nada más, esa cárcel en la que nos sumergimos, muchas veces, movidos por las opiniones de los demás. Facturas es lo único constante en mi vida, lo único que se queda conmigo. El amor ni lo huelo y eso que dicen que está en el aire.

¿Qué clase de vida es esta?

Me hago mil preguntas cada día desde que me lanzaron al desempleo sin piedad, y sólo me contesto unas cuantas cuando tengo la seguridad de tener una respuesta aceptable. Una mañana estuve buscando cuestiones tipo que te pueden hacer en una entrevista curricular. No soy de preparar nada, porque cuando lo he hecho nada ha resultado como esperaba, pero esta vez siento curiosidad y leo:

Si todos los trabajos tuvieran la misma remuneración y la misma consideración social ¿qué es lo que realmente te gustaría hacer?

Me gustaría ser bibliotecaria, sin lugar a dudas y pese a mi alergia a los ácaros, esta fue mi respuesta más rápida. Luego la amplié a trabajar en una librería, en un museo, de conserje en un colegio o instituto, como lectora, también de coordinadora cultural o jardinera. Las mercerías, tiendas de lanas y las papelerías me gustan.

Ante mi respuesta rápida, son muchas las consideraciones a tener en cuenta:

¿Qué necesito, es suficiente con ser lectora, amar los libros por encima de muchas cosas, ser recolocadora de los ejemplares mal dejados en las librerías por las que paso, para trabajar en una biblioteca? ¿Por qué Frank Capra nos pintó a la bibliotecaria como una mujer soltera de espíritu medroso y asustadizo, con gafas, por su puesto, y vestida como si acabara de colgar los hábitos? ¿Acaso no hay más hombres en el pueblo de los que enamorarse que George Bailey, y acaso el oficio de bibliotecaria es la tumba ineludible para la mujer sin opción al casamiento? ¿Por qué una mujer soltera es menos mujer, o peor, una mujer acabada? ¿Tenemos derecho a vivir las solteras o las divorciadas sin hijos? Cada vez que veo ¡Qué bello es vivir!, me resulta más y más pueril y me enfado por todo esto. Me doy cuenta que en Bedford Falls yo no habría conquistado el éxito, en Aldaia Hills, tampoco. Lo veo en la cara de la gente cuando todavía pregunta si tengo hijos.

Retomando la película navideña, está bien que el protagonista sea una bellísima persona y está bien cabrearse con el cabrón de Potter (contra alguien hemos de echar pestes), pero que los antros con música y baile sea como estar en la peor sala del infierno, no, eso sí que no. Y conste que todo lo que le pasa por la cabeza a nuestro amigo lo veo más que justificado: intentas hacer las cosas bien, sin hacer daño a los demás, a costa de no hacer realidad tus deseos e ilusiones y al final, ves que el esfuerzo no te sirve para mucho. Sí, que la gente responda ante una necesidad del hombre que les procuró bienestar es genial, pero es un cuento de hadas. El espíritu navideño es falso como los croma de Los Intocables, una máscara con la que se cometen tropelías de índole “vamos a gastar aunque sea a crédito porque es momento de regalar”. Regalar, la única forma en la que, al parecer, el ser humano puede demostrar amor y cariño.
¿A estas alturas de la película, alguien cree necesario que en navidad tengamos que consumir sin medida? ¿No nos damos cuenta que nos pasamos el año entero celebrando todo, regalando y gastando más, y que la navidukkah es sólo el más grande y último cartucho del año para empeñarnos hasta las cejas? ¿Somos idiotas o qué?

Hasta respirar me parece carísimo. Como caro resulta ver en la realidad una mirada de fascinación como la que Mary echa a George a cualquier edad. Te amaré hasta el día que me muera. Y la fascinación es mutua, un verdadero milagro.




lunes, 3 de diciembre de 2018

Entre puntos y bajona


Estos días de trancazo espectacular ando metida exclusivamente entre lanas, esto y algunas series o películas amables es en lo único en lo que me puedo concentrar con esta cabeza mía embotada por el resfriado inesperado. El cabreo con el que salí del museo tras haber asistido al ciclo de Cine Intergeneracional, se ha manifestado en mí de esa forma: dolor corporal, la cabeza que me pesa, ojos llorosos y nariz moqueante; todo ello nada más subir al bus que me trajo de vuelta al redil. Ver “Senderos de gloria” doblada en un cineforum era algo tan remotamente imposible que ni siquiera me planteé que pudiera ocurrir.
Lo bueno de encontrarme en este estado febril es que me vienen sensaciones y recuerdos de otros tiempos que me están encantando. Uno de ellos es el tacto cálido de la lana y, de las agujas, la frialdad puntual al rozarme cuando mi amatxo tejía un jersey, y lo probaba sobre mi cuerpo para ver los aumentos o disminuciones que tenía que realizar. Me gustaba ver tejer a mi madre, a mi madrina, si coincidía ir al pueblo en invierno, y a Cati, la madre de mis amigas del alma. Hubo un tiempo en el que nos prestábamos aquellos jerséis hechos a mano, cosa que no hacía gracia a la madre, supongo que pensaba que no era higiénico, no sé, pero para nosotras era como estrenar prenda. El préstamo siempre me ha parecido una acción maravillosa, al igual que reciclar. Practico siempre que puedo todo esto.

Cuando veía a mi madre moviendo las agujas al ritmo que marcaba el propio punto me fascinaba ese sonido suave del chocar de las agujas metálicas gris perla. La labor iba aumentando de una manera precisa por la experiencia de sus manos que a mí me parecía magia pura, sintiéndome incapaz de ejecutar una labor así algún día. Mi madre tenía una máquina remalladora en casa para tejer, así que hubo un tiempo en el que mi casa tenía el aroma de los conos de lanas y otras hilaturas y se escuchaba el ir y venir de la plataforma sobre las agujas con la Cadena Ser de fondo. Aquella máquina quedó callada en un rincón mucho tiempo, hasta que molestó tanto que la dio o la lanzó a la basura, como la máquina de coser Singer. Yo guardo demasiado y mi madre no guarda nada. ¿Dónde estás punto medio?

Desde siempre he mostrado tener maña con las manualidades, excepto para el dibujo artístico todo hay que decirlo; pero durante una larga época no hice nada, exceptuando algo puntual para regalar en lo que ponía lo mejor de mí. Siempre se me resistió el punto a dos agujas, la calceta como la llamaban algunas, aunque mi madre utilizase simplemente “punto” para referirse a tal labor. Apretaba tanto los puntos de inicio que me costaba la vida hacer una segunda línea, luego me comía o aumentaba a discreción. Un desastre que dejé enseguida. Por bordar a punto de cruz o hacer petit point, alguno me llamó abuela de una manera despectiva, como si aquello del hazlo tú misma hubiera quedado obsoleto.  Me apena la gente incapaz de valorar cualquier cosa hecha con las manos, los mismos que en mi vida me achacaran lo carca que era porque me gustaran ciertas labores, tipos que te etiquetan por el simple goce de hacer daño.

Como iba diciendo, y dejando a un lado a  innombrables que a lo único que se dedicaban era a menospreciar a una por el físico y por no llevar tacones a diario, estos días ando bastante floja en general, como si se estuvieran agotando las pilas que llevo dentro, cada noviembre-diciembre me ocurre lo mismo,  debería hibernar como una marmota. Mientras ganchilleo veo “Crónicas de un pueblo”, serie a la que hice alusión en la entrada “Amor en Tokio” y que me permite contar puntos al no tener que mirar la pantalla constantemente. Al fin encontré el episodio traumático del que hablé entonces y no, no ocurre en un gimnasio como creí, la memoria infantil tiene estas cosas, manipula el recuerdo y quedan ideas equivocadas que se convierten en verdades como puños para el resto de la vida si no tienes forma de comprobarlas, como sí ha sucedido en esta ocasión gracias a la hemeroteca de RTVE. El capítulo al que hago referencia se titula “Pirueta 2ª parte”. Volver a verlo me hace comprender dónde comenzó mi gran problema con la muerte, para mí una clase de abandono al que parezco suscrita, y al dolor emocional, y también mi aversión por el circo (que me perdonen los payasos de la tele a los que no meto en este saco, fan total de Una tontería en la tintorería).

Nefasto episodio “La cátedra ambulante” donde se da pábulo y gloria al Movimiento a través de la sección femenina que iba  adoctrinando por los pueblos en unas caravanas con las flechas de Falange y el nombre de Franco rotulados en sus laterales. No dudo que ayudasen en algo a las gentes de pueblos alejados de núcleos urbanos más grandes, pero vaya, me resulta insoportable la clasificación hombres a un lado, mujeres al otro en todo. Confieso que me pone más enferma algunas frases, algunos hechos o gestos de los habitantes de Puebla Nueva del Rey Sancho. Opto por situarme mentalmente en la época, cuando todo eso se veía bien, para no cabrearme demasiado, quiero revisar todos los capítulos de la serie a las bravas, he de aguantar.

La única mujer que parece salir de la norma es la farmacéutica y concejala, una joven que acaba casándose con el alcalde y pasa a ser señora de su casa, esposa e hija del farmacéutico tras la bendición de Don Marcelino, el cura. Una pena, todo se perpetúa, las mujeres tejen en las puertas de las casas, incluso ésta en la mesa del bar junto a los hombres, para dejar claro que sí, que está con ellos por ser la mujer del excelentísimo, cosa que no hace el resto de esposas, pero tejiendo y diciendo obviedades “de mujeres”.

Ahora teje mucha gente, hombres y mujeres, es el nuevo yoga. Hay infinidad de lanas e hilos, tantos que me vuelvo loca viendo maravillas de texturas y colores. Se ha puesto de moda con la contrapartida que las lanas están carísimas, mucho más. Antes veías a cualquiera comprando ocho ovillos de lanas Stop para hacer un jersey de calidad; desde el cambio al Euro, según mi madre, todo se ha salido de ídem. El postureo y la tontería, también presente en el mundo de la manualidad, me agota y asquea un poco. A veces sueño que veo ovillos preciosos y me entran unas ganas locas de robar. No sé qué diría Freud de esto o mi madre, pero los robaría sin pensar.






jueves, 15 de noviembre de 2018

Disfraces

Levanto la mirada de mi libro, y veo a un grupo de mujeres quizás más jóvenes que yo, aunque no lo parecen, ir juntas al bingo o a una sala de fiestas para maduros en el pueblo de al lado. Una lleva unas botas de montar cuando el resto del atuendo no tiene que ver con ellas, con las botas no con las demás. Las estudio con la misma curiosidad con la que vi aquel primer fenómeno sociológico llamado Gran Hermano. Hablan sin parar, se las ve muy animadas (siempre está uno excitado cuando llega el momento de ocio que lleva esperando toda la semana), sin despegarse una de la otra, riéndose de vete a saber qué. 
¿Qué noche le espera a cada una? No, paso de imaginar, me duele la cabeza. 
Las observo hasta que el bus reanuda su marcha y las pierdo. Me pregunto si todos nos disfrazamos a diario, si al elegir la ropa con la que saldremos a la calle estamos optando por un “quién seré hoy” diferente.
¿Quién voy a ser hoy? Marchando uno de gilipollas.

La ropa puede ser simple tapiz sobre nuestro cuerpo, una segunda piel con la que sentirse cómodo y seguro, o puede ser algo que nos falsee. Unos se visten por los pies, otros sin pensar, otros lo hacen siguiendo un manual.
Todos nos hemos disfrazado alguna vez, o muchas, y ya no hablo de ropajes. Hablamos como si tuviéramos la verdad en nuestras bocas, lo hacemos porque creemos en lo que decimos o, de una forma impulsiva, para lograr que nos hagan caso. Actuamos frente a un público. Manipulamos o somos manipulados, vemos, o nadie nos ve.
El disfraz de la palabra se convierte en mentira tantas veces que me asusta. A veces nos atrevemos a decir lo que pensamos, otras no sabemos qué decir ni cómo hacerlo, somos torpes con personas que no lo merecen. No hemos aprendido a callar cuando toca. El silencio molesta, y esto lo puedo llegar a comprender cuando ese silencio implica desinterés, pero el silencio como tal es el mejor disfraz para el alma que quiere recuperar la fuerza, hace bien, te reconecta los cables. El silencio, tan jodido de encontrar a día de hoy, puede presentar la verdadera cara de lo que somos, y si no ocurre así, al menos traer calma.
Muchas palabras dentro de mi cabeza chocan las unas con las otras, rebotan, estallan, duelen, hacen clic. Me siento tan cansado que permanezco un buen rato absorto escuchando el sonido a fritanga de mis conexiones cerebrales. ¿Qué utilidad tengo en este mundo tan estúpido?

El disfraz de las acciones es otra historia, más peligroso cuando enrola otras almas y hace daño. Un daño que nos acerca al punto de no retorno, ése en el que desconfías de todos, hasta de ti mismo. ¿Cómo recuperarte después de algo así, cómo recomponer las piezas de tu puzle, habrás perdido alguna por el camino o por el contrario seguirás intacto? Tengo mis dudas, todos somos afectados, víctimas, ya sea de uno mismo.

Mucha gente disfrazada te sorbe el seso cual caminante hambriento en The Walking Dead, te quita las ganas de comer, de levantarte de la cama, no te deja pensar con claridad, o si lo haces un poco, no tienes la fuerza suficiente para agarrar el machete, para decidirte a dar un golpe mortal.
¿Cuántas veces me he puesto un disfraz o piensan los demás que iba disfrazado de coherente, buena persona, cuántas veces he estado ahí para el resto, cuántas he escuchado mierdas cuando estaba destrozado por las mías propias? ¿Por qué mendigo algunos besos? ¿Qué tara tengo en mi cerebro? Y lo más importante: ¿me creo mi propio disfraz?

Vivo estancado, lo sé, y los días que pasan jamás regresan. Un día perdido es lo peor, y no me refiero a no aprovecharlo dieciséis horas haciendo cosas. El día se puede perder haciendo demasiadas, el día puede no perderse haciendo nada.
¿Cómo volver a quererse uno mismo? ¿Cómo creerme? Necesito respuestas que de verdad pueda llevar a la práctica. Sé que desde fuera se ven los errores de los demás con más claridad, con otra perspectiva, están también los absolutistas o los que yerran, claro, pero lo que ellos digan no me vale, no entienden que una vez metido hasta el cuello es difícil hacer criba de lo que es bueno, malo o regular para uno. Algunas circunstancias no tienen los bordes tan definidos como parece, aunque como tengo dos dedos de frente sepa que si algo hace daño es que no es bueno. Todo se centra en el poder de ejecución: se tiene, se tendrá, o todo lo contrario.

Creo mucho en la lealtad, es más, la deseo de los demás, y es curioso que así sea porque en muchos años, verla, la he visto muy poco. La palabra fidelidad sólo me gusta si va acompañada de alta, en soledad, la tengo desterrada de mi vocabulario desde hace décadas. 
Creo que hoy sería un buen día para ver esa película por enésima vez, aunque no sé yo, tiene un final feliz y me puedo venir más abajo. Soy una persona que no consigue uno desde que Aníbal atravesara los Pirineos y los Alpes con sus treinta y ocho elefantes para conquistar el norte de Italia.

Continuará…


miércoles, 31 de octubre de 2018

El síndrome del plato limpio


En mi infancia y adolescencia, muy mal he tenido que sentirme para dejar comida en el plato, y cuando digo muy mal me refiero a enfermar de algo que no me permitiera masticar o tragar, como esos constipados con fiebre y garganta inflamada y dolor, mucho dolor que te dejaba postrada en la cama sin poder ir al cole. De todos mis hermanos, yo he sido la que mejor ha comido siempre, eso me dice mi madre. Ahora, a mis años, si no como es porque estoy realmente jodida por temas exclusivos de índole emocional. No me dejo nada en el plato, porque no pongo nada en él.

Lo estaba recordando ahora mientras repelo (utilizo la palabra usada en mi pueblo) mi cuenco con bebida de avena y cereales. Recuerdo también que a alguna de mis parejas con la que he convivido durante muchos años, le gustaba muy poco que hiciera eso con los envases de yogur. Qué delicados ellos y qué puñeteros recipientes con estrías y recovecos los otros.  En cierto modo me veo desde fuera dándole a la cucharilla, agarrando hasta el más ínfimo resto de producto comestible, y parezco una persona mayor que una vez sufrió la devastación de una contienda o algo así; eso o que mis abuelos me inculcaron que en cualquier momento  podría no tener qué echarme a la boca. Lo que puedo decir con certeza es que lo hago inconscientemente y desde que tengo uso de razón, y además, que no me gusta tirar comida, es algo que me resulta deleznable.  ¿Quién no ha escuchado en su vida la frase aquella de « ¡Ayyy, una guerra tenías que pasar que te ibas a comer las piedras!» cuando el niño o la niña enfurruñado no quería comer? Es una frase muy dura que hizo que más de una vez chupara las piedras por si acaso me veía en ese trance: tus abuelos, tu propia familia, haciendo esa observación como si hablaran de pasar un sarampión habiendo ellos sufrido una guerra fratricida. De esto se hablaba poco o nada ya lo he comentado en alguna ocasión. Los silencios, que sirven para intentar acallar los recuerdos, y acaban haciéndolos más visibles, creo yo. Al menos a mí me pasa que, cuando permanezco mucho rato en silencio conmigo como única compañía, sin mirar concretamente nada, la vista dirigida a no sé dónde, los recuerdos van pasando a velocidad cambiante y soy capaz de regresar a los lugares y a los momentos felices o no. Los felices me hacen sonreír con cara de idiota para luego todo lo contrario porque han pasado rápido, y los tristes me dejan devastada sin poder hacer nada, tan sólo repetir NO, NO o BASTA, una y otra vez, hasta que de nuevo aterrizo en mi presente, muy cansada.

Las gentes se afanan por querer olvidar, pero yo no puedo olvidar casi nada, y cuando digo casi es mucho más, porque incluso no olvido aquello que nunca viví. Me ocurre esto desde siempre. Envidio la capacidad de reponerse de algunos que conozco un poco.



Existe un edificio en València, cercano a un Nuevo Centro comercial, que ya no tiene nada de nuevo, que me provoca un sentimiento de nostalgia brutal. Es de una arquitectura que siempre he considerado como intento de racionalismo que se queda muy corto. Puede estar total o parcialmente deshabitado, no lo sé, siempre lo miro desde la acera de enfrente; aunque desde ahí puedo ver todas las ventanas de su primer piso cegadas con ladrillos. El edificio me resulta familiar, se ha quedado ahí con sus bocas tapiadas y sin hacer ruido, en mitad de un triángulo de suelo urbano, puesto sin orden o con la previsión de formar otro entramado urbanístico diferente de lo que ha quedado al fin. Pues bien, cuando paso por ahí y lo miro, retrocedo en el tiempo (yo y mis viajes por él)  y hasta mí llegan aromas de  años anteriores a mi nacimiento, puedo escuchar los sonidos de cada casa, a las personas deambular por sus bajos. El afilador, el cacharrero, las palabras dichas que quedan invisibles suspendidas en el aire. ¿Por qué me ocurre esto? ¿Por qué siento nostalgia de lo que no he vivido y de lugares por los que nunca he estado? ¿Acaso no es suficiente con lo que una lleva a cuestas que he de sentir profundamente todo lo demás?

Volviendo al tema de la comida, no soporto que mi hermano el cachas haga pesar la comida con estricta vehemencia y verlo después dejar la mitad del plato lleno. O que se coma un donut de un envase de cuatro, que no comparta ninguno por fastidiar, y deje los otros tres secarse durante días para acabar en el cubo de los restos orgánicos, o que se compre una botella de agua y al subir a su coche ver el suelo lleno de ellas sin terminar, algunas con tan solo un par de tragos dados. ¡Cuánto plástico y qué desperdicio!

A mí me gusta comérmelo todo, ¿qué le voy a hacer? Por eso pongo en mi plato lo que me voy a comer; mientras, a él, le molesta verme rebañarlo como si tirar comida tuviera más sentido, más lógica y me dice que parezco muerta de hambre como insultándome; pero es que me fascina comer y las cosas ricas más y si la compañía es estupenda, el paraíso. 

Rememoro tardes de fin de semana o del verano de mis diecisiete años haciendo pizzas rectangulares con mis amigas: amasando, preparando los ingredientes, las risas, los discos de los Beatles y aquel olor tan rico saliendo del horno, y lo que me encantaba comerlas después. Comíamos como si no hubiera un mañana, sin dejar una migaja en la bandeja, sin dejar de reír. 
Entonces también parecía hambrienta, ahora que lo pienso.



viernes, 12 de octubre de 2018

Anatomía de una frase de mierda (II)


EL TIEMPO LO CURA TODO
¿Bonita, eh? 

Vayamos por partes porque son muchas las preguntas que me hago:

Tiempo: ¿De qué tiempo estamos hablando, del estado atmosférico, la época, la estación o de la magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos? (A mí, o me habláis con claridad o no lo proceso bien). ¿De qué depende la cantidad necesaria para reponer nuestra alma rota, del hecho en sí, la temática, el carácter de la persona que sufre la desavenencia o el trauma? ¿A qué arbitrariedad le debemos el honor de que esa frase tajante sea cierta, o se trata realmente de una constante única para cada uno, existen tablas? Lo dudo.
Quizás la primera persona que la sentenció lo hizo simplemente para apaciguar las penas de otro, para animarlo o consolarlo. No acierto a imaginar cómo fue ese momento ni en qué circunstancias, pero casi me atrevo a decir que sería una  época en la que la religión, sea la que fuere, ya adoctrinaba al pueblo, porque antes, por esa naturaleza de supervivencia, cualquier sentimiento de pérdida debió ser inexistente. Desde luego todo esto lo digo desde la ignorancia más absoluta, ya que no tengo más pruebas que haber visto varias veces la serie animada Érase una vez el hombre y 2001: una odisea del espacio.

Curar: Sanar, recobrar la salud. Cuando ocurre algo en la vida de cualquiera que hace daño, que traumatiza, tras el shock y la negación viene el dolor más profundo que te puedas imaginar, el que no te deja pensar en otra cosa, el que te aprieta las entrañas y te retuerce el alma, el que no te deja comer ni respirar, el que te mantiene mirando fijamente a un punto largo rato, el que te hace llorar por todos los rincones de tu casa. Crees que tu cuerpo no está preparado para esto e imaginas que no lo aguantará y petará. Y no, sales de esa, incluso cuando es peor y crees que ya nada ni nadie te hará más daño y te vuelve a ocurrir.  Con cada suceso de esta naturaleza dolorosa queda una huella en tus neuronas, en tus ojos, tus oídos, hasta en la piel y esto pasa sin darte cuenta, porque andas revolcándote en la mierda, sea la que sea. Y te cercioras que sí, que tu sangre, tus huesos, tu cerebro lo aguanta todo. Y sí, cuánto mayor esfuerzo haces en dar a los demás una imagen de serenidad y que estás bien, peor lo llevas a solas. Por eso cuando estoy mal callo, no me apetece nada más que tragarme a solas ficciones inútiles de las cuales no se aprende nada o dramones que me reiteran una y otra vez la mierda en la que estoy sumida, es algo que necesito, hasta que algo hace ¡Bum! y me apetece hablar de ello o reviento, y busco unos oídos amables, un hombro para el desahogo.
Nunca  he encontrado consuelo en esa frase. Esas palabras dichas desde la amistad (o no) y la buena intención (o no) que agradezco, no me han servido para nada cuando me he encontrado en una situación tristísima, y mucho menos si ha sido por algo tan desgarrador como  la muerte de una persona de mi sangre. Otros aprovechan esa situación de indefensión para apretarte más, para echar toda su ponzoña sobre ti, como si no tuvieras bastante, y se quejan de tu debilidad. Prefiero, sin duda, un buen y cálido abrazo a unas palabras tan insulsas como esas que te las puede decir cualquiera.

No, el tiempo, sea el que sea, no cura nada. Se diluye el dolor porque sería insoportable sentirlo así de profundo siempre, pero el hecho, cada uno de ellos, ha sucedido y te ha tocado. Entonces sólo te queda levantarte otra vez pero sin reprimir lo que sea que  sientes; si estás mal, lo estás y punto. Debemos permitirnos ese duelo para aceptar lo ocurrido y llegado el día, las preguntas y los por qué, serán menos que los recuerdos agradables.  Ya sé que  a veces vemos imposible aprender algo de todo ello, pero pasado lo peor, que se pasa,  acabamos conociendo esa fuerza interior bestial que tenemos, y que mientras  sonríes cada día, teniendo mucho por lo que dejar de hacerlo, otros se te quejan (a ti) por tonterías y no te queda más que seguir siendo la persona que eres y sonreír más. A nadie le gusta ver llorar, pero es necesario hacerlo. Así que abrazad más entonces, no tenéis que decir nada.
Algunas veces, el silencio me es vital, no necesito pasar fuera de casa todo el tiempo posible, llenar mi agenda de actos y festines varios para sentirme bien. Disfruto cuando lo hago con ganas, eso sí. Pero no sufro en absoluto si me quedo en casa, a veces una se siente más sola entre la gente y más acompañada en la soledad de su hogar. Respeto y entiendo a los amigos que necesitan desaparecer, porque los amigos siempre estamos ahí, siempre, aunque pase mucho tiempo. Por eso no se puede decir nunca: Todo me va mal.

Todo: ¿Qué es todo a parte de un adverbio de cantidad? No alcanzo a contabilizarlo de una manera lógica, lo que sé es que utilizo esa palabra por costumbre y muchas veces resulta una exageración. Estoy aprendiendo a utilizarla de manera más coherente y sin dramatismos. A principios de año agarré un bote de vidrio para llenarlo de pequeñas notas en las que escribir cosas chulas que me ocurrieran, porque no podía ser que no me pasara algo por lo que sentirme bien. Y ahí está, llenándose de momentos, hasta se me ha pasado escribir algunos por la efusividad y el buen rollo del momento que ha hecho que se me olvide por completo.  Y me dedico a decirle a la gente que adoro que la quiero, cuando es verdad que la quiero, no hay nada mejor que sentir la libertad de expresarse, de decirle a alguien abiertamente que la echas de menos o que la deseas en tu vida. No hemos de callarnos las buenas cosas, jamás.

El tiempo no cura nada, el tiempo pasa y vives con ello como mejor puedes, luego están los que opinan, pero esa es otra historia.


        

viernes, 5 de octubre de 2018

Distancias


Hubo un tiempo, generalizado creo para todos, en el que las distancias cortas resultaban casi infinitas. Escuchar a alguien decir que había ido a tal calle, pasada la plaza, o cruzado las vías del tren hacia el pueblo de al lado, nos dejaba  asombradas por la proeza; admirábamos al interfecto como si fuese un explorador británico del siglo XIX que regresaba a casa desde la punta más sureña de África. Territorios lejanos, conocidos a través de los libros que leíamos.

Una de las razones por las que concluíamos  que la gente viajaba y se movía de un lado a otro, era al ver las matrículas de los automóviles. En esos tiempos en los que a los coches los bautizaban por la provincia, mucho antes de oír hablar de comunidades autónomas o la Unión Europea, se hacía raro ver a los forasteros. Cuando al pueblo llegaba alguna chapa con las letras CA nos imaginábamos a los que iban dentro haciendo un viaje desde el centro mismo de la tierra. 
En ocasiones, esos forasteros éramos nosotros. El taxi que nos llevaba al pueblo, si no lo hacía mi chache Antón que bajaba desde Mataró, tenía matrícula de MU. Verlo esperando en la puerta era todo un acontecimiento que me ponía nerviosa, por el viaje en sí, por volver a ver a una parte de la familia, regresar al lugar donde empezó mi vida, a ese micromundo donde me sentía dichosa y salvaje, donde los días discurrían con la lentitud propia de las cosechas y los huertos. No tener responsabilidades es una de las mejores sensaciones de mi vida.

Cuando se es una cría, el mundo se reduce a unas pocas calles: las que transitas para ir al colegio o por las que juegas. El mundo se amplía en verano, a un montón de kilómetros del hogar, cuando tras unas horas de viaje apareces en otras calles, en otros campos que reconoces enseguida por el aroma: el pueblo de los abuelos maternos esperando para estrujarlo al máximo.

Viajar al pueblo, a mi pueblo, era como abrir una puerta estelar. Imaginaba que las carreteras, las casas, las personas, los sembrados, las fábricas, todo, iba apareciendo a medida que nosotros avanzábamos. Como si sólo existiera la nada hasta que mis ojos entraban en la escena. Era un pensamiento de niña, lo sé, por otro lado no carente de lógica: no existen las chicharras si no hay alguien que escuche su chirrido. Supongo que esas conclusiones resultan muy pueriles ahora, en este mundo tecnológico donde ya no es posible ni ir al váter sin que alguien más quede enterado, pero yo todavía tengo sensaciones de esas que me devuelven mi niñez y me transportan al siglo pasado.

Existen unas calles en el pueblo vecino por las que respiro aquel mismo aire de entonces. Se han mejorado fachadas, aceras, colocado contenedores de residuos soterrados,… y aun así, mantiene la esencia de otros tiempos. Hay silencio a pesar de estar a dos calles de una avenida de tráfico continuo, y los sonidos que surgen del quehacer diario resultan discretos. El tiempo parece otro, el ritmo es más cadencioso y me detengo para observar la calle, esa casa, la otra. Disfruto, mastico ese momento. Una vecina saluda a otra que limpia con un paño húmedo la reja de su ventana. Escucho la luz del sol que me da en la espalda, y a las flores de las macetas mecidas por la suave brisa ocasional. Acaricio las hojas de una planta verde con la mano, me la llevo a la nariz, y, efectivamente, huele a limón como imaginaba. ¡Qué poco necesito para sentirme tan bien!

Ahora que algo he viajado me doy cuenta que esa sensación de bienestar no se tiene en todos lados. No sé si tendrá algo que ver con la pertenencia o no a los lugares que consideramos nuestros; la tuve en Athlone, Irlanda, mientras caminaba hacia el encuentro con mi amiga que se hospedaba en casa de otra familia: el frío, la nieve, los  pequeños y delicados lirios de los valles en flor, el rayo de sol que os aseguro pude ver cada día, el olor que desprendía la turba en las chimeneas encendidas. Sentí la libertad y la felicidad, con pureza, pero sin  la nostalgia de haber estado antes.

Todavía no me he atrevido a andar por los caminos de mi pueblo familiar que me llevaban al lugar más maravilloso del mundo cuando era pequeña. No piso esa vereda desde el año 1999, cuando lloré amargamente y en silencio al ver echada abajo la casa donde nací, derruida a conciencia por los dueños para que nadie ajeno a la propiedad pudiera instalarse bajo su techo y okuparla sin más. No encontré el número de policía de la casa bajo los escombros, nada característico que me pudiera traer a mi casa, cogí una piedra y una teja, sólo eso, y también me traje las lágrimas que caían por las mejillas de mi madrina. Las dos a la par como dos bobas, recordando momentos vividos, ahora desaparecidas ambas para siempre, la casa y ella. Ella era nuestra memoria viva para mi madre y para mí, la que nos unía al pueblo; ahora ya no tenemos a quién preguntar.

©AnaMeca1989
En estos últimos años, sólo un par de veces me ha dado por ver la casa en Google Earth. Se ve perfectamente el camino, la distribución de la vivienda y los anexos, la vereda por la que caminábamos para ir a comprar el pan a la única tienda de la zona. Todo ha cambiado, pero en mi cabeza sigue intacta la estrechez de la senda, el tened cuidado y que os den bien las vueltas de mi yaya, el sonido de las aguas por las acequias o del ring ring de una bicicleta que va de paso, las mariposas de todos los colores y tamaños, el frescor bajo el parral, mi madrina, el primo y yo comiendo higos con sorbos de anís, el geranio inmenso frente al gallinero. El señor de los pepinos, del que nunca supe el nombre, que cuando se marchaba de haber dado una vuelta al campo nos dejaba subir a todos los zagales a la parte trasera de su furgoneta y nos llevaba hasta el final del camino, forzando baches, zarandeándonos como semillas dentro de unas maracas sin poder agarrarnos a nada y riendo sin parar. Ese camino se nos hacía largo. Todavía puedo sentir cómo ardía la chapa metálica y el granulado de la tierra seca que nos manchaba la ropa a todos. Era un momento de extrema alegría, ya ves con qué poco…

Sí, las distancias cuando eres niña son extrañamente infinitas, como lo es el tiempo alargado de esos veranos.



martes, 2 de octubre de 2018

El porvenir

La secuencia fue así:
Tras maravillarme con la película “Visages, villages” de Agnès Varda y JR, busco en la red películas completas de ella que todavía no he visto. Encuentro “Loin du Vietnam”(1967) una película documental donde participan varios realizadores franceses, entre ellos Chris Marker del que adoro “La Jetée” (1962), y que deja fuera la trama de la realizadora francesa, aunque su nombre permanece en los créditos. Una vez hecha esta búsqueda (aquí entran en juego esos algoritmos curiosos) me salen películas y cortometrajes de temática documental sobre la guerra de Vietnam (obvio), y ahí, a un lado y sin saber qué lo conectaba a todo lo anterior, se me ofrece la opción de visionar un documental titulado “La cuarta puerta, un retrato de Elena Garro”, escritora mexicana que, pese a haber estado durante años a la sombra de Octavio Paz, de sobra conocido, no tenía la menor idea de quién era.

Elena Garro nació, como yo, un 11 de diciembre. Veo ese documental y otro más, y le doy la forma que le corresponde, le pongo cara. Algunos la consideran una de las mejores escritoras del siglo XX, otros tantos no olvidan el turbio asunto del 68, y después anda ella, que rechaza la etiqueta del realismo mágico por mercantilista. Me formaré una opinión cuando la lea, que es la mejor forma que se me ocurre de hacerlo.

Mujer flacucha, empequeñecida en el sofá, que aún con manchas en la piel conserva intacta la belleza y un cierto halo de seducción. El aspecto frágil por su mala salud no quita para que sea contundente en sus afirmaciones y algunas de sus frases me sobrecojan. «Todo en la vida me ha salido del revés». Me siento afín a ese sentimiento y se me clavan las palabras como si fueran mías. En solo esa frase hay metidos miles de libros. No la conozco de nada, pero me gusta cómo habla. Encuentro y descargo su primera novela por el título evocador: “Los recuerdos del porvenir”.

Porvenir es una palabra que siempre me ha gustado muchísimo, porque, aunque encierra futuro, lo hace con una mezcla de nostalgia y melancolía que me hace pensar en que más que lo que está por llegar, está lo que ya ocurrió; y ya sabéis lo que disfruto de un buen drama.

«El futuro es ilusorio, una trampa que se inventa el sistema para que agachemos la cabeza, nos acobardemos y produzcamos…», ya lo decía el personaje interpretado por Federico Luppi en la magnífica película “Lugares comunes”(2002), de Adolfo Aristarain. El futuro no es para mí más que las historias que me muestra el cine que ocurren en años venideros, y también, lo que pasa en una realidad paralela en mi imaginación o en mis sueños. A veces fantaseo, claro, pero queda en nada.

Casualmente, y he aquí la conexión que yo misma otorgo, Chris Marker y Yannick Bellon tienen un documental titulado “Recuerdos del porvenir”, en cuyo soberbio montaje del estupendo legado fotográfico de la pionera Denise Bellon, está contenido el devenir del siglo XX, ese siglo que vio nacer y morir dos grandes guerras, el surrealismo en un reportaje único, la destrucción, el advenimiento de la crueldad contra otro ser humano que nunca más se fue, reportajes ligeros para ir tirando, todo ello trae consigo los recuerdos de lo que está por llegar.
Denise Bellon pudo estar y corroborar mucho de lo que se contaba en la calle. Demostró que era cierto aquello de que en la bañera de Henri Langlois, éste apilaba latas de películas para que no desparecieran. Su bañera, cuna de todas las cinematecas.
«Denise estuvo ahí» podría ser la frase que mejor la define.

Recorte de la fotografía de ©DeniseBellon

Allá por nuestros 80, escuché una y otra vez en el radiocasete “Lluvia del porvenir” de Radio Futura. El porvenir esperanzado en voz del primer maño que me fascinó: hay agua abundante en este páramo, cantaba Auserón, y han vuelto los colores a su rostro. ¡Cómo vivimos esos años creyendo que todo iría mejor!

     


En el enlace de la canción, una persona dice que le recuerda un bosque lluvioso cerca de Toluca, México. Otra vez México, Porvenir, Garro, Marker…Varda.

Mi estimada Agnès Varda, por la que siento profunda admiración, siempre vitalista y jovial, feminista, realista y social. Para ella, la inspiración surge de la experiencia inmediata y de la motivación. Realizadora de algunas obras maestras, admiro su entrega, su capacidad creadora y su sentido del humor. Su frase: «no conduzco, soy sensata», me la quedo para mí. Visionar “Visages, villages” ha sido como contemplar el mar sin reloj y respirar profundamente el salitre, o estar en el bosque buscando setas y encontrarlas: un buen rollo brutal.

Y con esta dicha, acabada la novela de V-M “Porque ella no lo pidió”, me dispongo a leer lo que Elena Garro contó en su primera novela. Quiero ver y sentir cuáles son esos recuerdos de su porvenir, a ver si le da algún sentido al mío.

Al final lo que cuenta, inventándome o no casualidades, es dar con cosas o personas que sumen y hagan a una el camino más placentero. Placer: sensación única y fascinante de felicidad cuando alguien que deseas te dice: «Voy a verte». Sí, hay infinitas frases mucho mejores (su hipoteca ha sido cancelada, gracias), pero, por su escasez y por lo que me provoca, ésta es una de las que más añoro.



jueves, 13 de septiembre de 2018

Lo inesperado


Hoy, día laboral, voy pedo. Así, sin esperarlo. Un día de regla con cara de no haber dormido en semanas o meses, y aun así,  ver en el espejo atisbos de la chica joven que todavía me siento.

Unas cervezas, una torrá que un compañero venido de Arabia Saudí nos ha regalado en su chalet, un par de higueras que no dan frutos a las que he acariciado con las manos y sentido la todavía suave y cálida corteza. Unas palas de higos chumbos que no había probado este verano y que pese a no estar frescos, recién cogidos por mi compañero, siempre dispuesto a hacer lo que sea por una, y pelados por mí, me han sabido deliciosos.

Foto©Ana Meca

Sí, voy pedo, un pedo amable que diría el arquitecto que amé y al que de vez en cuando recuerdo. Echo de menos la idea que de él me hice. Nunca supe quién era, o sí, ya no lo sé.

En los últimos tiempos, siempre me enamoro de los tipos que no lo hacen de mí, y no es queja porque yo lo de todo y ellos quieran todo y no me den nada, simplemente ocurre así. Una mierda. Ya me gustaría recibir una carta del último al que todavía deseo muchísimo, una carta de su puño y letra en la que me dijera lo maravillosa que soy, lo única y especial que le parezco. No ocurrirá jamás, soy consciente de ello, esos detalles sólo los tengo yo con la gente que me gusta mucho, pero sí merezco algo bueno. No sé, quizás un día de estos alguien me contemple desnuda mientras charlamos tumbados y no le importe si tengo barriga incipiente o si asoman las primeras arrugas a mi rostro. Una persona que sea capaz de mirarme a los ojos y ver lo que hay detrás. A mí me es fácil hacerlo, confío en que alguien más habrá.

Algunas veces me veo diciendo que me da igual, pero en realidad no es así, me gustaría un poco de “yo te doy, tú me das”. La vida no me ofrece ese tipo de cosas y, sin embargo, sigo dando lo que tengo, lo que soy.
Voy bastante pedo y me acuerdo de ti, de los comienzos, de lo que te echo de menos; de los momentos en los que me he sentido ridícula después, como cuando me disfracé de animal peludo y larga cola rayada. Hago esas cosas por amor (¡qué tonta!) y porque vivo mi vida con naturalidad, sin complejos. El deseo me puede y actúo con sus normas no escritas, o sea, ninguna.

Que no me juzguen por ello, soy transparente si lo miras bien. Soy mejor que algunos, lo sé.

Me gusta sentir la libertad de hablar cuando quiera hacerlo, de actuar. Eso es algo que no quiero ni dejo que me arrebate nadie, aunque en algún momento me corte. ¿Por qué me pasa esto?

Vivo, estoy, soy. En mi cabeza siento arder un volcán que alguna vez me quema a mí misma.
El fuego, muy presente en mi vida, alguna vez adormilada y quieta, siempre expectante de cosas nuevas.

Hoy ha sido un día un tanto anormal: salir a comer a la una y media y, hasta las cuatro, las brasas para la torrá sin hacer. Ha sido como revivir esos momentos de veranos sin fin que habrían acabado dentro de una piscina, probablemente sin ropa. Estoy en casa con sensación de flotación. Este año sólo lo hice una vez en el mar, pero me merezco más momentos de dejadez de esos.

Deseo flotar, y columpiarme, o cualquier cosa que me deje sin habla y me haga sentir liviana.

Esos momentos en los que sabes que no eres más que una pizca de ser humano trazada en un muro. Pretendes brillar, ser reconocida, mas la vida te lleva por otros caminos y te enseña que eres una minucia, importante para ti misma sí, pero una leve mota quebrantable y sensible en la inmensidad.

A veces me siento poderosa, otras como triste colina. Ahora el pedo amable me hace sentir todo lo que durante meses he querido dejar atrás. No me duele, ya no, pero me hace preguntarme por qué yo no. Qué fallo, qué errata, qué tara poseo por la que yo no soy Ella. Dicen que no se debe supeditar la felicidad de una a nadie, pero joder, cómo ayudaría.


Nada, seguiremos el sueño mientras dure mi película. No voy a claudicar jamás, seguimos en tránsito.

Por lo que venga mañana, ahí estaré, ahí me encontraréis.




jueves, 30 de agosto de 2018

No hay manera


He soñado que me hacía llamar Georgecomo George Sand, puntualizo a todo aquel que pone un gesto de duda en su rostro. He adoptado ese alias sin reconocerme en él.

Estoy embarazada y me dirijo a lo que parece el final del pueblo, muy cerca de la plaza donde está la Casa Consistorial. Han construido un campo de rugby entre las huertas, en este momento preñadas de frutas y verduras que el miércoles, día de mercado, pondrán a la venta en la población. Entro en el recinto y me recibe un inmenso grupo de personas que no conozco con un ritual Haka, una coreografía de voces y movimientos que me deja en el centro de todas las miradas que celebran mi estado.

Me siento ligera pese a lo abultada de mi tripa, y muy feliz. Felicidad que cesa cuando aparece en escena un amigo de la infancia, sobón, sin carnes y de mirada batracia que me empalaga con su actitud y sus palabras que no creo. Cuando logro zafarme de él, ando sobre mis pasos hasta una calle reconocida del pueblo por la que he pasado antes y llego al lugar en el que estaba haciendo manualidades, esas cosas que me reconfortan y me mantienen en calma.

En aquel rincón, que se parece bastante a un paseo de playa, están todos mis bártulos. Los recojo con parsimonia y orden. Siento la brisa marina y doy una bocanada larga de ese aire salado. A un lado veo un montón de piedras color grafito, planas y  muy delgadas que también me echo al bolso, siendo consciente de que no me pertenecen. Hay un telar donde otra persona está realizando una especie de cinturón con esas mismas piedras. Son muchas, pienso, no echará en falta un buen puñado.

Tengo sed. Agarro una botella de agua sin empezar que tampoco es mía y doy un gran trago. La etiqueta tiene un diseño en negro que me resulta maravilloso, algo fuera de lo común para tratarse de agua mineral. Escucho la voz de mi madre, que ronda por el paseo, diciéndome sin acritud: no es tuya. Lo sé, estoy robando y no me preocupa. He robado mucho en sueños, me digo dentro del sueño, sobre todo libros, y en una ocasión, en la que me quedé encerrada en una perfumería modernista, hice acopio de polvos para el rostro con aroma amaderado, y de alguna cosa más que elegí con pulcritud y sentido común, pero me dieron las tantas, llegó la hora de apertura y no pude quedarme con nada. ¿No se puede ser tan selectiva, es eso lo que el sueño intentó decirme?

Los sucesos van y vienen, pero el sueño no llega. Me pregunto si lo recuperaré algún día. Quiero volver a tener todos estos sueños tan reales y un poco locos, que, como dijo un amigo, harían cambiar de oficio al mismísimo Freud. Alguna vez recurro a la química y el rato que quedo en pos de Morfeo no recuerdo lo soñado, se desvirtúa, se desvanece mientras éste avanza. Y me despierto bañada en sudor, con mis axilas desprendiendo un aroma curioso a marihuana. Me pongo a leer, a pensar en mis cosas, a escuchar podcast de cine, de historia. Al final, opto por hacer tandas de respiración contando los segundos o me masturbo. Me duermo a las dos de la madrugada y a las tres menos cuarto abro los ojos otra vez, luego a las cuatro y cuarto, me dan las cinco y las seis. El calor es inaguantable, intento no mover un músculo para no entrar en más calda de la existente en el ambiente. A veces me meto en la ducha, lo siento por los vecinos si escuchan el correr del agua fría a esas horas que rompen el silencio de sus noches, la necesito.

Pienso en el calvo que hice una noche desde la habitación compartida de un Hostel en Dublín. Esa noche la recuerdo como una en las que más he reído en mi vida. Enseñé la parte de mi cuerpo donde la espalda pierde su bello nombre a un montón de gente que viajaba en el tren de las 22.45 h. Las vías se encuentran a la altura del segundo piso, creo recordar, y a unos pocos metros de distancia del edificio. Hay prueba gráfica de ello, sin mi rostro y tomada de perfil, pero no la voy a mostrar, podéis creerme o no.

Hace 25 años, una noche de risas, pijamas y golosinas en Dublin 
Foto©Pablo_año1994

Todavía quedan lugares salvajes en el pueblo escondidos tras la maleza y la dejadez. Lugares en los que antes brillaba el verdor de los campos, donde cometí mi primer robo real (un puñado de habas que pensaba dar a mi madre, y que tuve que dejar sobre la tierra húmeda al escuchar la voz gritona del agricultor que me pilló infraganti). Son las cinco y cuarto y casi puedo oler las matas al pasar corriendo entre los caballones, y las de los tomates al rozarlas con las piernas o las manos. Un aroma algo picante que me encanta. Malas hierbas y cañas junto a las antiguas acequias que dejan sin visibilidad y caos, mucho caos y sequedad, eso es lo que queda.

También pienso que si el amor romántico se asemeja al aroma del perfume de Cacharel que repite la palabra Amor, entiendo que uno de mis mejores amigos insista en que debemos desterrar lo antes posible esa idea que del mismo se nos ha inculcado desde los principios, porque ese aroma tan cargante me turba hasta la náusea.

En las “madrugás” de estos últimos meses, las llamo así por la pasión con la que las vivo, a veces se me ocurren unas ideas formidables sobre las que escribir, dibujo en el aire frases perfectas, las palabras vienen con una facilidad que me sorprende hasta a mí que estoy a medio gas. Mas como no las anoto se esfuman, las pierdo para siempre. Es absurdo contar lo buenas que eran porque no están reflejadas en ningún sitio. Es mi verdad contra vuestra fe. 

Quiero dormir, descansar, soñar, pero no hay manera.




lunes, 20 de agosto de 2018

Verano II


He vuelto al pueblo. La quietud rural que se respira entre los muros de piedra de las casas no es comparable a nada, excepto a la tranquilidad que imagino en una villa romana cuando elijo época para vivir temporalmente. Una casa que en verano disfruta del aroma de las higueras que se alzan junto al muro en el peristilo y del brillo precioso del agua en el impluvium del atrio que regula la temperatura de la vivienda. 

Las habitaciones frescas combinan a la perfección con el calor sofocante de fuera y el sonido intenso y sin descanso de las cigarras. Es verano y he vuelto al pueblo. El sueño me ha permitido viajar en el tiempo una vez más, y agradezco regresar siendo adolescente, la única etapa de mi vida en la que he creído con absoluto egoísmo que tenía el mundo a mis pies. El único capítulo del libro en el que, a pesar de las preocupaciones propias de la edad y otras cosas ajenas, he sido más libre y, en cierta manera, más feliz.

Mi cuerpo y mis sensaciones son de adolescente, sí, pero mi cabeza tiene mi edad actual.

Ese mediodía, en la casa, hay cierto revuelo de zafarrancho de limpieza. Mucha gente yendo de una habitación a otra preparando la casa para el veraneo. Mi padre viene por la calle con una abogada con la intención de dejar sus asuntos legales bien atados. Por sus comentarios no parece fiarse demasiado de ella. No reconozco a mis padres reales en ellos, son otros que interpretan ese papel, sólo sé que esa muchacha soy yo y no otra que finge serlo.

Me apetece salir de la casa donde nadie parece darse cuenta de mi existencia, pero prefiero esperar a la hora de la siesta que todos acatan como si de un acto religioso se tratara. Me apetece mucho verte y pienso en enviarte un whatsapp antes de que todos despierten para merendar y seguir con el plan establecido, esas normas no escritas de los veranos en el pueblo.
Salgo a la puerta de la calle donde todavía da la sombra y comienzo a buscarte entre mis contactos en el móvil que no es tal sino un bloc de notas de papel atestado de documentos donde no encuentro nada. El sol me deslumbra, ¡maldita sea!, sólo me sé un número de teléfono: 1501875.

Los amigos de la pandilla comienzan a salir de sus casas y se van acercando a la plaza, lugar de encuentro cada tarde. Me escondo tras la puerta para no ser vista, no quiero que el tiempo avance, quiero que la siesta dure una eternidad para estar contigo; si te encuentro, claro.
Se hace tarde, el tiempo pasa y no logro dar con tu número de teléfono. Mi idea era preguntarte qué estás haciendo y proponer que nos veamos a solas. Hablar y hablar como recuerdo hacer en esos tiempos, y reírme de tus ocurrencias y las mías hasta que duelen los abdominales.

Deslizo mi dedo sobre ese inexistente teléfono móvil, notando el tacto del papel, y ocurre que tú me envías un montón de mensajes que por la pérdida de conexión, que en el pueblo no es del todo fluida, me llegan tarde. Me haces un spam de fotografías tuyas por diferentes lugares del pueblo, me invitas a jugar, a que te busque y te encuentre. Llevas una bata fina abierta sobre el bañador y unas chanclas en los pies morenos. Te reconozco en todas ellas: tu silueta espigada, tu pelo cayendo sobre el rostro, y cuando te veo junto a la fuente de la calle Alta, decido correr allí con la esperanza de que todavía no te hayas marchado.

Te deseo en ese instante como adulta, igual que el día que te descubrí por azar tocando la guitarra eléctrica sobre un escenario junto al mar, pero actúo como una adolescente cuando te veo y me miras directamente a los ojos: me ruborizo. Siempre me pasa lo mismo, cuando me gusta alguien una barbaridad, me intimida. Eso no ha cambiado.

Ha pasado mucho tiempo y estás igual, solo que tu mirada ya no es triste como en esta realidad nuestra. En el sueño tus ojos tienen una viveza por estrenar y me encanta.
Tengo tanto que contarte, y lo quiero hacer ahí, junto a la fuente del caño y aquí, a este otro lado, donde hace mucho tiempo dejamos aquellos días de verano que se eternizan bajo el calor y las calles vacías; cuando lo único que hacíamos era jugar, pasar el tiempo fuera de casa a la que regresábamos obligados para comer  sin rechistar lo que había en la mesa y para fingir que dormíamos la siesta. La siesta, ese momento de parálisis generalizada donde no existían los miedos, sólo los descubrimientos y los principios.

Foto ©AnaMeca2011


sábado, 28 de julio de 2018

De cuando la escritura de Vila-Matas me encontró a mí


Busqué en las estanterías de la librería un ejemplar que regalar en mi día favorito del año. En aquellos momentos, pese a intuir que algo le sucedía a mi compañero, no supe que llegaba el fin de lo nuestro, no percibí que aquel gesto de regalar lecturas que tanto amaba (y cocinar su plato favorito) iba a ser el último que tuviera estando enamorada de él.

Acaricié los lomos, extraje alguno que llamó mi atención para ojearlo, leí las primeras líneas como acostumbro y volví a colocarlo en su lugar con extrema delicadeza (Algunas veces me he sorprendido ordenando libros en esas mismas baldas, no lo puedo evitar).

Al llegar a la V, a ras de suelo, encontré al autor que buscaba, pero no la novela en la que habla de dejar de ser, de desaparecer o renunciar por opción, el tema que más iba con mis circunstancias. Leí el título de otra obra del mismo escritor, y pensé que sí, que hay lugares que no se acaban nunca, como algunas promesas que se quedan sin final nada más tomar contacto con el aire las palabras, o los besos que no se dan; esos tampoco se acaban nunca, viven una eternidad de nostalgia.

La nostalgia, ese sentimiento que tengo desde mucho antes de saber qué era perder.

Con mimo y todo mi cariño, escribí una dedicatoria y preparé el envoltorio de aquel libro elegido, imaginando su cara al recibirlo. Creo que sé elegir regalos y titular escritos, sólo lo creo. 

Y ahí quedó, sobre el escritorio, encerrado en papel rústico hasta que tuvo a bien aparecer el que iba a ser su dueño. Si hubiera tenido dignidad no lo habría aceptado, porque cuando una persona deja de ser leal y se comporta de una manera deshonesta con otra, no merece regalos de ésta.

Yo soñaba con leer ese mismo libro a veces con su voz y otras con la mía. Mas el libro se marchó raudo como su poseedor. Ese libro me pertenecía por entero y lo dejé ir junto a mi cámara Nikon.

De repente un día, la noche de su vuelta, sus ojos, aquellos ojos chispeantes de felicidad al verme o al hacerme el amor, aparecieron ante mí vacíos, huecos. Apenas si me miraron por ese sentimiento de vergüenza que debía arrastrar hacía ya algún tiempo. Sus pupilas no reaccionaron a estímulo alguno, no me veía, un eco devolvía mi mirada tras chocar con su rostro lívido. 
Había dejado de ser, de existir para él. Llevaba tiempo olvidada y lo sabía. Durante meses, mis intentos por conversar fueron en vano, así que, de pronto me vi preguntándome qué estaba haciendo lavando sus calzoncillos, el único contacto real con él, mientras otra le regalaba perfumes caros. Qué triste acabar lavando su ropa interior, ser la compañera de piso perfecta, la que mantenía todo en orden y limpieza, la que llenaba la nevera, las estanterías y pagaba la hipoteca; la alegría, la fiesta, los cines y otras cosas se las guardaba para compartir con otros que no eran yo.

La noche de su regreso también fue la de su marcha. Se largó con mi libro, el que no pude leer. No quiso cenar los macarrones gratinados que había preparado para los dos. Sus ojos estaban secos y polvorientos. Le rodeaba una neblina de culpa que no le pude sonsacar.

Cené frente a su presencia física que no emocional, le escuché frases muy tópicas que me dejaron perpleja a las que fui contestando con aparente tranquilidad. En mi interior, la sangre llevaba su propio festín en Alta Fidelidad, mi corazón bombeaba a ritmo frenético. La cena estaba exquisita pero no la disfruté. ¿He dicho ya que no cenó? Tuvimos sexo, me fotografió tumbada en la cama que solíamos compartir gozosos, y dijo que era preciosa, que la cámara me amaba (él ya no, pero eso nunca lo dijo). Estuve muy silenciosa y me concentré en todo lo que estaba ocurriendo frente a mí, era coprotagonista y actué como simple espectadora, me dediqué a masticar muy bien esos momentos tristes que la vida me deparaba. Como todo buen drama quise disfrutarlo.

No se quedó ni para recuperar el resuello. Su mirada esquiva me lo advirtió en el quicio de la puerta: nunca más vuelvo. ¡Tenía tanta prisa! Lo cierto es que se estaba yendo mucho antes de llegar. 
Cuando salió por la puerta principal, fui a la cocina y lancé con frialdad el resto de la fuente a la basura. Lo sé, infracción, pero esa cena llevaba su nombre. No tuve opción.

A la semana siguiente fui a la biblioteca de mi pueblo con la esperanza de encontrar a Vila-Matas. Ahí estaba, esperándome. Pillé prestado ese ejemplar y ávida comencé a leer.

“París no se acaba nunca” ha sido el primer libro que leí de mi escritor fetiche Enrique Vila-Matas y que no poseo en papel. Después llegaron los demás, porque la escritura de este hombre te va llevando a descubrir otras y así es como viajas por lugares nunca visitados, por las músicas con que este caballero escribe y por el cine que ha visto.

Con el tiempo, mi fascinación por el escritor va en aumento, ya lo he contado en más de una ocasión en este rincón mío

Desapareces de la vida de ese alguien que ha sido tan importante y pasas un año de vértigo resarciendo el ninguneo al que te sometió. Trabajo, un sándwich en el bus a las tres de la tarde, clases en el instituto hasta las diez de la noche en que llegas a casa para seguir estudiando y preparando trabajos. A las seis de la mañana ya estás lista para volver al bus que te lleva al trabajo. Y así, en bucle, hasta el fin de semana, en el que no sé de dónde sacas las ganas y la fuerza para salir por ahí, bailar o reírte de tu sombra si hace falta. Una locura.

Allá por el 2004, yo iba buscando un libro y fue el libro el que me encontró a mí. Flechazo.

Amigo estimado que se lo va a leer. Foto©JosepPérez2018




lunes, 14 de mayo de 2018

Gestos y libros


Cuando recibí el libro me emocioné mucho y le envié un audio; después seguí mi Ritual del libro nuevo: tocar, abrir, cerrar los ojos y oler las páginas, acariciar el papel con las yemas de los dedos, volver a oler.

Comencé a leer sus primeras páginas con placer y marqué la página en la que me detuve con su nota escueta que acompañaba el ejemplar. Pero pronto lo dejé estar, hice callar al libro bajo la luz led de mi lámpara de lectura. En realidad dejé de leer por completo, no conseguía concentrarme en nada, estaba dispersa y hacer cualquier cosa me resultaba muy costoso. A principios de este año retomé las lecturas, sin presionarme. Ahora progreso adecuadamente.

Esta mañana dejé el libro electrónico en la mesita junto a mi cama y he cogido el libro de Vila-Matas para leer en el bus. Quiero que mi libro cinco del año sea éste y no otro. Hice ese gesto de llevarlo en la mano junto a un lápiz con tapa sin dudarlo un segundo, pero con cierto temor a perder algo. Tonterías mías.

Desde que llegó a mis manos no he querido sacarlo a la calle, pretendía dejarlo para siempre en la intimidad de mi habitación, este lugar de quietud donde cada noche intento dormir un poco más sin conseguirlo; la misma habitación que compartí con él algunos fines de semana, muy pocos para mi gusto.

Me cuesta terminar el libro— he pensado—, y no porque no me guste, que es todo lo contrario. Es más bien por la idea absurda que tengo metida en la cabeza de no permitir que alguien más lo mire, y mucho menos que lo toque, y también porque el no acabarlo mantiene la puerta abierta a la no ruptura entre él y yo, como si no se hubiera roto ya toda la nada existente entre los dos hace tiempo. Absurdo protegerme de eso, y más cuando el libro que me regaló ni siquiera lo tocaron sus manos, y la nota no es más que un mensaje generado por ordenador sin vida ni trazos manuales donde ver su letra. Todo muy aséptico menos mis lágrimas al recibirlo por sorpresa. Me comporto como una niña con esos gestos que me dejan ser. No sé por qué todavía busco esa aceptación cuando amo.

El caso es que iba por la calle y, al notar la calidez del papel de mi libro, me he sentido feliz por unos instantes y se ha marchado de repente todo el frío del invierno. Ha sido una especie de Epifanía maravillosa sin arcángeles ni arpas. No hay nada que se parezca a ese calor como no sea el de sus manos acariciando mi espalda o el tacto de esa piedra redondeada a la que le ha dado el sol no se sabe cuántas horas, y caminando por allí, la he mirado y la he elegido para llevarla conmigo. Una piedra que ya nunca será una más entre tantas, anónima del camino. 

La metáfora de mi vida que me ha vuelto a recordar Mendizabal en acústico durante treinta minutos de vida. Desear ser algún jodido día esa “Tú” de su canción que destruye barreras sin saberlo, que echa abajo los muros que la gente se pone por temor al dolor emocional o a quién sabe qué. Escudos que en muchas ocasiones no son más que excusas trasnochadas bien porque no importas y quieren decirte No de una manera sutil para cubrirse las espaldas, o porque algunas personas no saben gestionar los sentimientos y, en ese patrón de comportamiento con los demás, no te dejan entrar nada más que para tenerte sólo cuando les apetece o mientras no tienen algo que ellos imaginan mejor; y entonces, cuando se cruza quien sí parece ser "Tú", se van de tu vida como el que se va de una frase, con total indiferencia. Eso duele.

Foto©AnaMeca2018

Pero aquí estoy, terminando de leer “Mac y su contratiempo” mientras me muevo en un esperpéntico ciclo de expectativas y decepciones por una culpa judeo-cristiana que me inculcaron desde pequeña, y del cine, que también tiene buena parte de responsabilidad. Esa culpa de la que me gustaría huir en ocasiones si pudiera.


La escritura de Vila-Matas me alucina, no sé si os lo he dicho ya. Es un genio, y me ayuda a disfrutar mis ratos de lectura sin acordarme de nada en absoluto. Quizás miento con esta afirmación hecha a la ligera y lo recuerdo todo aún más. 


Sigo echando mucho de menos y se me nota. Pero eso qué más da.